Azucarillos

¿Cómo sacar partido de los casi dos meses que faltan para las elecciones catalanas? Largo periodo, que pondrá a prueba los recursos creativos de sus protagonistas pero del que no cabe esperar gran cosa. ¿Un serio y profundo debate, como pedía don Antonio Garrigues en estas páginas? Ni hablar: el debate murió recién nacido, cuando fue recurrida la convocatoria de la consulta del 9 de noviembre, cuya prohibición consagró al presidente del Gobierno como proveedor estable de votos independentistas. No: de ahora en adelante escucharemos bravatas –“este proceso no lo para ni Dios”– contestadas con la sempiterna amenaza del recurso a la Justicia. Lo más que uno puede esperar es que una salida de tono desafortunada no provoque una reacción excesiva. Dejemos, pues, que nuestros protagonistas sigan dando vueltas en esa noria por ellos mismos diseñada y procuremos pensar por nuestra cuenta: para eso está el verano.

El presidente Rajoy tenía la carpeta de Catalunya sobre su mesa desde el primer día de su mandato. Allí sigue, sin resolver; más aún, ha reforzado la posición que le interesaba combatir. Pero escribiendo desde Catalunya es casi imposible añadir nada nuevo a las críticas, no todas merecidas, de que ha sido objeto el presidente del Gobierno. Su lema de campaña, “O nosotros o el caos”, ha perdido buena parte de su lustre tras las últimas municipales: es posible, y puede ser incluso deseable, que la pétrea mayoría mesetaria, la cara pública de ese granítico “Madrid”, ese tren que aguarda inmóvil al otro que parece embestirle desde el nordeste se vaya disolviendo como un azucarillo en pocos meses y se vea sustituido, o complementado, por algo más sutil.

Menos frecuentes han sido aquí –vaya usted a saber por qué– las críticas al presidente Mas, también responsable de la situación actual. Aunque parezca paradójico, su actuación guarda semejanzas con la del presidente Rajoy: si este no ha hecho ninguna propuesta a Catalunya, aquel ha incumplido algo que uno tiene derecho a pedir a sus políticos: que expliquen claramente cuáles son los caminos posibles hasta sus últimas consecuencias; Mas ha rehuido siempre contestar las preguntas verdaderamente importantes. Las llamadas a Ítaca, a la desconexión o a la Hacienda propia no pueden eliminar las grandes incertidumbres que rodean ese ente llamado proceso. Y el frente soberanista construido para maximizar el apoyo a la independencia recogiendo los votos de cualquiera que sienta el menor agravio hacia el Gobierno central descansa sobre una premisa discutible, a saber: que si no gana el frente todo seguirá igual. “O nosotros, o el estancamiento” es la réplica de Mas a Rajoy. Pero hay razones para pensar que, cualquiera que sea el resultado de las elecciones del 27-S, ese frente construido para impresionar a Madrid y al mundo se disuelva entre recriminaciones mutuas, víctima de sus divisiones internas, y que a la estación de Atocha llegue… otro azucarillo.

Pensemos en lo que el proceso ha costado. Además de una cierta parálisis en la acción de gobierno en Catalunya y de un empeoramiento buscado de las relaciones entre esta y el resto de España, hemos visto nuestras instituciones despojadas de su prestigio: la Corona, silbada en actos públicos; la Constitución, convertida en un “triste papel”; la legalidad misma, supeditada a la voluntad de un “pueblo” cuya representación se arrogan unos pocos, hasta llegar a la justicia, reducida a ser el guardia de la porra. A los ciudadanos nos toca ahora, además de seguir cada cual con su trabajo, restituir el respeto a unas instituciones que, sin ser sacrosantas, resultan muy prácticas para garantizar la convivencia. Nada permite pensar que del 27-S vaya a salir un Parlamento susceptible de gobernar o un veredicto inapelable sobre el asunto de la independencia; habrá, pues, que poner manos a la obra con un cierto mal sabor de boca: nadie quedará del todo contento. En Madrid se procurará no caer en la ibérica costumbre de saltar de lo trágico a lo grotesco sin pasar por lo serio, porque, como decía uno, “el país no está para bromas”. Aquí habrá que huir de la inevitable melancolía que rondará a los muchos que esperan un desenlace nítido de las elecciones, ya sea la imposible “desconexión”, ya el final de la “aventura independentista”.

Echar la vista atrás nos recuerda que hemos pasado por trances más delicados, en tiempos no muy lejanos; que en esos momentos difíciles hemos tenido la fortuna de contar con políticos dotados de la generosidad y el valor suficientes para salvar la situación. Lo de hoy no tiene por qué ser una excepción, pero para eso hace falta que nuestros dos protagonistas descubran las virtudes de ese mágico ungüento, bálsamo de Fierabrás que cura todas las heridas, herramienta indispensable que abre la puerta de salida: el pacto. Deseemos que se den cuenta de que la única solución ha de ser un pacto y lo persigan con una tenacidad y una buena fe ausentes hasta ahora; que se imaginen encerrados en una habitación de la que no saldrán sin acuerdo y no nos mantengan en vilo. Si la reflexión veraniega sirve para eso, el proceso, aunque muy costoso, no habrá sido en balde.

Alfredo Pastor, cátedra Iese - Banc Sabadell de Economías Emergentes.

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