Bach: La Pasión según San Juan

En 1751, Diderot discutía la naturaleza de la música como lenguaje capaz de generar emociones: «La música tiene más necesidad de encontrar una disposición favorable de nuestros órganos que la pintura o la poesía. Su jeroglífico es tan ligero y fugitivo, es tan fácil perderlo o malinterpretarlo, que el más bello fragmento de sinfonía no haría gran efecto si el placer infalible y sutil de la sensación pura y simple no estuviera infinitamente por encima de una expresión a menudo equívoca». La «sensación pura» y el «placer sutil» necesitan de guía para caminar por ese laberinto de notas, silencios, acordes, ritmos, de «expresión equívoca». La música no se «oye» como se ve un cuadro, casi sin querer. Hay que mantenerse activos para descifrar su código, sencillo como una canción o complejo como una fuga.

Un año antes, en 1750, moría Johann Sebastian Bach, el músico de los músicos. Su arte tardó en comprenderse. El 11 de marzo de 1829 Mendelssohn descubría para el público de Berlín la Pasión según San Mateo. La otra gran pasión conservada, la de San Juan, tardó cien años más en alcanzar igual crédito, probablemente porque, menos «grandiosa», más literaria y dramática, requiere del oyente mayor atención hacia el detalle. Bach fue, pese a la admiración de sus contemporáneos por su dominio técnico y capacidad de improvisación, un músico que resumía el pasado pero no marcaba tendencia para un futuro orientado al estilo galante, la escuela de Mannheim y, pronto, el clasicismo vienés. La ligereza, el principio del fin.

La cultura de masas ha acabado con el hábito de «escuchar» la música, convertida en una segunda piel que, banal, lo recubre casi todo: el aterrizaje de los mensajes, los anuncios televisivos o los geranios en el invernadero. Como quien oye llover. Nos perdemos en el laberinto musical a poco complejo que sea. La música «clásica» del siglo pasado todavía ahuyenta al público que deja en los auditorios gotas de champán y restos de maquillaje sobre las alfombras doradas. Algo semejante sucede con el Bach más abstracto de La ofrenda musical o El arte de la fuga, y con aquella parte de las «pasiones» alejada del gusto medio: los coros y recitativos que dan unidad a la Pasión según San Juan y permiten que la piedad se eleve como arte liberador frente a la miseria cotidiana.

Estamos ante un maestro de las emociones que encarna el paradigma de lo clásico, si el clasicismo tiene que ver con la profundidad y la permanencia del mensaje utilizando elementos simples, reconocibles en todas las épocas. Bach provoca la compasión mediante recursos mínimos, antes por el pulso musical justo que por el énfasis. Richtigedecía Hindemith de esta música virtuosa que combina justeza y justicia caídas del cielo.

En su obra instrumental, Bach recurre con frecuencia a notas de igual medida multiplicadas en diseños rítmicos que tejen una red sonora donde al fondo, de entre la uniformidad aparente, emergen relaciones, tensiones y resoluciones, acentos que ordenan el discurso y permiten infinitas interpretaciones. La mejor expresión de esta sintaxis minimalista son los preludios y fugas del Clave bien temperado. Sin apenas repeticiones, el discurso se desenvuelve como una serpiente lenta llevada por la armonía, el contrapunto y el ritmo.

En sus composiciones vocales el método es más complejo: la frase cantada se apoya en el texto y progresa al margen de toda ayuda estereotipada. Palabra, sonido y libertad creadora se aúnan en un engranaje perfecto. Con el apoyo del bajo continuo, la línea del canto salta, se inventa de nota en nota. Importa la frase, porque el texto es la fuente del sentido; pero importa también la sucesión más simple de sonidos, el puro intervalo entre dos notas, o la nota aislada, como el Herr!, que repite la turba en el coro inicial de la Pasión según San Juan mientras proclama la gloria del Hijo de Dios «hasta en las mayores humillaciones».

Pocos ejemplos de ethos musical como los dieciocho compases del arioso «Betrachte, meine Seel» («Contempla, alma mía») con acompañamiento de viola de amor y laúd. En medio, el texto de Brockes incluye una palabra de seis sílabas: Himmelsschlüsselblumen, que a veces se traduce, entre literaria y poéticamente, por «la flor que tiene las llaves del cielo». Es la «primavera» (primula elatior) o hierba de San Pablo Mayor, que «brotará allí donde a Jesús le punzan las espinas». Clavadas en el centro de la obra, esas seis notas resumen una composición ordenada por células que dotan a la Pasión según San Juan de una simetría oculta y, tal vez, de un sentido simbólico que desconocemos.

El conjunto está lleno de hallazgos, como el intenso cromatismo en la frase que pronuncia el evangelista tras relatar las negaciones de Pedro: «Y lloró amargamente». O el anticipo, en el recitativo anterior, de las seis primeras notas del aria Es ist vollbrach («Se ha cumplido») introducidas por la viola da gamba en una melodía aérea sobre la «noche de la tristeza» justo antes de la muerte de Jesús. Esta aria, cuyo motivo intemporal «inspiró» a Giazotto en 1945 para fingir el «adagio de Albinoni», acaba con la misma frase: se ha cumplido. El ciclo de la vida y de la música. Otro breve recitativo cierra, despacio, el drama: «E inclinando la cabeza, entregó su espíritu».

El último coro está escrito en un inusual compás ternario, con un motivo de solo tres notas y una polifonía de extrema sencillez. Nada que pudiera sonar a la levedad del minueto lento que es. El coral que concluye la Pasión («Señor, a mi muerte, deja que tu querido ángel lleve mi alma al seno de Abraham») fue cambiado por Bach varias veces hasta recuperar la simplicidad litúrgica original. Su melodía estaba ya en los repertorios organísticos de finales del XVI; su texto, en el himno coetáneo de Martin Schalling. Un eco de la «tensión plateada»en la música renacentista de Palestrina: la fuerza de los primitivos avanzando hacia el equilibrio del futuro, sin alcanzarlo por fortuna (ilustración del pintor Hernán Cortés en visita amistosamente guiada a la exposición de Chardin en el Museo del Prado). Engastada en un oratorio barroco, dominada por el maestro, aquella tensión se relaja para articular un lenguaje pausado e inteligible que en San Juan nos habla del verbo hecho carne hasta rendir su último aliento. Una oración antigua. La música se disuelve en la palabra, humana y divina a la vez; el genio, en el anonimato de este valle de lágrimas. La obra deja en el alma un poso de consuelo que no hay medio «técnico» de explicar. ¿Cuál es el referente de esta música? ¿Dónde estaba antes su metáfora sonora de un mundo ordenado?

Racionalidad y orden son componentes esenciales de la música de Bach que la conectan con la modernidad, como han señalado Max Weber y Adorno. Además, la brillantez de la invención, muy por encima de la mecánica de recursos aprendidos que tantas veces anima la composición musical, aumentó su valoración en el romanticismo. El triunfo de la subjetividad desde una perspectiva humanista y poética. Ignoramos hasta qué punto Bach fue consciente de su superioridad; pero apenas pudo sacarle provecho. Tampoco pareció importarle mucho, resignado ante la tarea improbable de mejorar una economía familiar azarosa. Gracias a sus anotaciones manuscritas en los viejos volúmenes de una Biblia luterana sabemos que Bach creía que el corazón del hombre no tiene el control ni de las emociones ni de la vida, que la música es parte del orden natural, y que el trabajo bien hecho es una vía de aproximación a Dios. Seamos o no capaces de reconstruir su escenario histórico o teológico, Bach nos ha legado un hermoso jeroglífico, en la feliz imagen de Diderot, para este mundo ruidoso y desmembrado.

Por Antonio Hernández-Gil, decano del Colegio de Abogados de Madrid.

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