Bach o la revolución del lenguaje

Para muchos, la ciencia, tal como hoy la entendemos, empieza en 1687 cuando Isaac Newton publica su Principia Mathematica. En el contenido, en el método y en el lenguaje de esta obra no hay lugar para el azar y hay que esperar dos siglos para que el gran Ludwig Boltzmann introduzca la probabilidad en las leyes de la física. Sin embargo, a veces el arte intuye una revolución bastante antes que la ciencia. Hablemos de lenguaje y de los conciertos de Brandeburgo que Johann Sebastian Bach escribió solo dos décadas después de la aparición de los Principia.

La escritura de las primeras piezas tiene un lenguaje típicamente barroco con cierto aroma italiano. En estos conciertos hay instrumentos solistas y otros de ripieno (de relleno) cuya función es la de una orquesta de acompañamiento. La elección de los instrumentos de cada uno de los seis conciertos ya es en sí misma una apuesta de lenguaje. Digamos que Bach experimenta así con dialectos distintos de un mismo idioma. En el sexto concierto, por ejemplo, prescinde de los violines y se interesa por los registros más graves. El papel solista es para violas da braccio y chelos y el acompañamiento para las violas da gamba. Los instrumentos son todos antiguos, casi arcaicos, y Bach intenta con ellos un timbre cálido que recuerda a la voz humana.

El concierto de Brandeburgo número tres prescinde totalmente de los instrumentos de viento. Es para tres violines, tres violas, tres chelos y para un bajo continuo en el que participa un clavecín. Este lenguaje, con sonoridad de cuerda, es capaz de transmitir una belleza y una alegría que llega a contagiar entusiasmo por el mero hecho de estar vivo. Por algo es el concierto más conocido y más interpretado de los seis. Pero atención sobre todo al concierto número cinco, porque en él asoman, en pleno barroco, ciertas ideas radicalmente innovadoras del lenguaje musical. Ya no queda rastro del acento italiano de los primeros conciertos de la colección. Durante el estreno de la obra, Bach debió interpretar él mismo la partitura del clavecín. La instrumentación es bien especial. Los solistas son una flauta travesera, un violín y un clavecín, mientras que la guarnición de acompañamiento está confiada a un violín, una viola, un violone (una especie de contrabajo antiguo), un chelo y el propio clavecín, que en este caso hace los dos papeles.

Y aquí está la la primera sorpresa y la primera novedad. El clavecín empieza integrado en el bajo continuo como un miembro más del acompañamiento, mientras que el protagonismo se lo llevan la flauta travesera y el violín. Sin embargo, el clavecín emerge poco a poco del sordo sonido de fondo y empieza a reclamar, también poco a poco, un papel central y estelar. Antes de que el oyente se haya dado cuenta de lo que está pasando, el clavecín se ha quedado solo y enredado en una larga cadencia. La cadencia musical es un espacio que el compositor reserva para que el intérprete improvise sobre los temas propuestos en el resto de la obra. En este caso cuesta poco imaginarse al propio compositor en trance virtuosístico, improvisando primero y escribiendo después todo de un tirón. Hasta aquí todo es bastante normal, muchas cadencias se deben en realidad a los mismos compositores y así son aceptadas por los intérpretes. Sin embargo, algo especial ocurre en este caso. En primer lugar, el clave no deja de tocar en ningún momento del allegro y cuando se queda solo, allá por el compás 155, su discurso entra en una especie de laberinto que se hace cada vez más complejo, confuso e imprevisible. Da la impresión de que el acompañamiento, metido ahora a solista, se desespera buscando una salida y que todo va a peor, que cada vez cuesta más avanzar y orientarse y que el azar está consiguiendo doblegar al orden. El camino se enfanga y ya no parece llevar a ninguna parte. Pero no, calma, quién lo iba a decir, pero el caos está previsto, aceptado y tratado. De repente aparece una luz en medio de la densa bruma y todo se resuelve en un abrir y cerrar de ojos. Entonces el resto de los instrumentos celebran la conclusión del allegro con una breve euforia.

La revolución del lenguaje es por partida doble: el bajo continuo, un acompañamiento altamente previsible, se abre paso desde la penumbra hasta liderar todo el proceso y reclama la luz de los focos por medio de una improvisación imprevisible. Un detalle confirma la idea para la posteridad: en esta partitura, escrita hacia 1720, un teclado asume, por primera vez en la historia, el papel de solista en una orquesta, es decir, es el germen de un género que cultivarán los más grandes compositores: ha nacido el concierto de piano. Un nuevo lenguaje ha quedado inaugurado. Para revolucionar la ciencia o el arte agítense los contenidos, agítense los métodos y, sobre todo, agítense los lenguajes.

Jorge Wagensberg. Facultad de Física de la UB.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *