Bajo el signo del populismo

Un politólogo venezolano hablaba en un artículo, hace días, de los «políticos de plastilina», a propósito de denunciar esa falta ya crónica de un liderazgo decidido y capaz de congregar a la sociedad en torno a un proyecto coherente. Atribuía esto, el analista, al populismo de quienes, en vez de procurar conducir a los gobernados, se preocupan exclusivamente por caerles en gracia y son incapaces de tomar ninguna decisión que no esté llevada por el oportunismo de las encuestas. Y esto se comparaba con Chávez, a quien el autor, por más que antichavista sin titubeos, reconocía el suficiente coraje como para haberse decidido a arrastrar a la gente hasta sus predios ideológicos, que han terminado convirtiéndose para esos mismos incautos en una prisión cochambrosa.

Bajo el signo del populismoPero aunque muchos pareceríamos dispuestos a suscribir ese diagnóstico, no deja de resultar contradictorio que, achacándosele al populismo la responsabilidad de la anemia política, contraste en cambio por vigorosa y por energética la figura del que ha sido precisamente máximo representante entre los populistas mundiales del siglo XXI. Y es que la democracia, con su principio de la soberanía popular que entiende a los gobernados como los beneficiarios del poder, lleva implícita en cierto modo la obligación de agradarle a la gente. En consecuencia, el populismo no consiste sino en apuntar a ese objetivo confiando en que la psiquis colectiva resulte sensible a una serie de seducciones bien identificables. Así podría resumirse: el populismo es una estrategia para seducir, lo mismo que algunas que ponen en práctica en sus lances eróticos los sujetos individuales.

Pues tal y como, con el paso del tiempo, la Humanidad logró hacer del cortejo amoroso un género de actividad al margen de la caza, el Estado de derecho impuso unas maneras de alzarse con el poder sin recurrir no ya a la fuerza bruta, sino incluso al voluntarismo descortés. Ello significa que para solicitar la adhesión de alguien hay que respetar ciertas formas, ciertos miramientos, y no dar por supuesto que porque ese alguien tenga ganas de dejarse querer puede venir cualquiera a manosearlo con malos modos. Tales reglas de comportamiento, fijadas por la madurez cívica, son un obstáculo para aquel propósito del populismo que se dijo antes y que no es otro que aprovecharse de las personas. El problema es que, de un tiempo acá, la corrección política se ha empeñado en sustituir al civismo como la moral victoriana sustituyó con poses de afectada pacatería a la dignidad implícita en los códigos de urbanidad.

La corrección política dio a los donjuanes del nuevo victorianismo un repertorio facilón de cumplidos que obligadamente había que usar en el requiebro de la aburrida ciudadanía. Pero si por un lado ello les relevaba del trabajo de resultar verdaderamente interesantes, ese formulismo vacuo, hecho de compromisos insinceros y de lugares comunes, terminó convirtiéndoles ciertamente en amantes de plastilina, según el símil usado por el politólogo venezolano. No levantan pasiones, no ilusionan a nadie. Su populismo blando y posmoderno consiste en atraerse tibias simpatías, más dispuestas al matrimonio de conveniencia que a compartir con entusiasmo un proyecto común.

Si por algo se distinguió de eso el populismo a lo Chávez fue simplemente por su osadía y desparpajo para cambiar los mojigatos halagos al uso por la grosería pornográfica, que en ciertos momentos de descontrol y frenesí es capaz de erotizar a los mismos que en condiciones normales la habrían tenido por insulto inaceptable y por repugnante vulgaridad. La mayor potencia del liderazgo chavista no ha dependido de que el caudillo tirase del pueblo, al que en realidad seguía tanto como los líderes de plastilina; la diferencia es que, en vez de hacerlo con paso vacilante y al dictado de los sondeos, conocía muy bien la ruta por la que aquél había de despeñarse ante la mefistofélica sugestión de abandonarse sin complejos al desenfreno.

Pero conseguir esto es mucho menos mérito del liderazgo que de la fuerza de gravedad, por aquello de la fábula decimonónica del padre Cayetano Fernández, en la que el Vicio, que caminaba muy ligero, se burlaba de la Virtud por ir muy lenta, y ésta le contestaba: «Repare el majo / que yo voy cuesta arriba / y él cuesta abajo». Como doctrina política, el chavismo consiste apenas en el esfuerzo de dar razones para la bestialidad; en normalizar ese placer morboso que a veces le entra a la sociedad cuando lo que la excita es comportarse como auténtico populacho.

Chávez, igual que han hecho sus admiradores de España, se regodeó en decir por la televisión que si sus hijos tuvieran hambre él también robaría; y a estas alturas, bajo el mando de Maduro y por efecto de ese magnetismo de la abyección, el silogismo resultante es que si la Revolución está en peligro también es lícito matar, como hacen impunemente los colectivos armados patrocinados por el Gobierno.

La gran pregunta ahora, ante la nueva configuración de fuerzas en Europa, es si la política ofrece una alternativa a la frustración del amarujamiento frígido y a la voluptuosidad de la pasión violenta. También hay almas escépticas del matrimonio porque se resisten a escoger entre un pusilánime o un macarra, y si les preguntaran qué esperarían de un buen candidato seguramente apuntarían a sus luces e inteligencia.

Ciertas terceras vías surgidas en España, como UPyD o Ciudadanos, buscaron dar en sus comienzos ese perfil en la palestra pública, incorporando a sus filas a varios intelectuales. También algún representante de la Europa pensante, cívica e ilustrada, como el recientemente fallecido Graça Moura (o incluso un Daniel Cohn-Bendit reconvertido a la causa federalista) ha asomado entre los burócratas de Bruselas y Estrasburgo. Pero ya en su momento hubo en el contexto europeo voces como la de Ortega, la de Zweig o la de Gobetti (harto más interesantes que las que pudiera haber ahora) y el griterío de las masas las calló.

Por otra parte, es muy probable que en un escenario de polarización los partidos bisagra estén destinados al limbo o al lugar que determinen las circunstancias del conflicto, como ha sucedido con Ciudadanos, lanzado a la derecha por la cuestión catalana, o con Vox, cuyas protestas de moderación y de centrismo no impidieron que la opinión pública lo tratara como a una nueva Falange.

Más que en la acción de grandes gobernantes o de grandes pensadores, quizá la esperanza de la democracia liberal en Europa se encuentre en el ciudadano de a pie y en la mera prevalencia del sentido común, que, siendo común, no es sin embargo sentido de rebaño. La Europa integrada de las últimas décadas ha sido también la del protagonismo de las clases medias; y aunque esta categoría se halle hoy amenazada por la debacle económica, cabe pensar que su definición trasciende el puro nivel de ingresos, y que implica además una conciencia crítica, un sentimiento de responsabilidad sobre el propio destino, una creatividad difícilmente reducible a consignas grandilocuentes. Después de todo, si la juventud europea es inconforme y escéptica, resultaría una auténtica ironía que el mismo relativismo que la aparta de tantos valores otrora estimados no sirva ahora para impedirle ir detrás de los demagogos como polillas atraídas por la lumbre.

Xavier Reyes Matheus es secretario general de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *