Bajo el síndrome de Vietnam

Si la controvertida reforma del sistema sanitario será crucial para la presidencia de Barack Obama en el orden interno, la guerra de Afganistán lo será en el campo minado de la acción exterior en que se revela la genuina salud de la república imperial. En medio de la indiferencia o la hostilidad de la opinión pública, Washington es un avispero de rumores y propuestas sobre qué hacer tras la frustración, las dudas y las críticas desatadas dentro y fuera de EEUU por las elecciones, que dieron una mayoría bajo sospecha de fraude al presidente Hamid Karzai, desagradable traspié estratégico.

El debate está aguijoneado y ensombrecido por el retorno del síndrome de Vietnam. Un analista simpatizante de Obama, escribiendo en el New York Times, recordaba que también los presidentes Kennedy y Johnson estaban rodeados por reputados asesores, con Robert McNamara a la cabeza, que argüían a favor del envío de más recursos –más hombres, más pertrechos, más dinero– para dar un vuelco a la situación. Fue la lógica de la escalada y, a la postre, del desastre de 1975 y los remordimientos por los 60.000 hombres sacrificados en el empeño.

Los paralelismos son inevitables, aunque con el frente interior más tranquilo que hace casi medio siglo. EEUU ha perdido más de 5.000 hombres entre Irak y Afganistán, los costes se aproximan al billón de dólares, los aliados europeos se muestran reticentes y los ciudadanos se asoman a los periódicos para deplorar las pérdidas humanas, pero también los gastos multimillonarios cuando el país se interroga por su gigantesco déficit, discute la carrera armamentista y asiste al regateo inacabable sobre el sistema sanitario.
La ventaja relativa de Obama radica en el parangón vietnamita, las discrepancias del establishment y el Ejército de voluntarios. Un sector del Partido Demócrata preconiza la retirada y otro del Partido Republicano se siente atraído por el añejo espíritu aislacionista. La guerra está en el centro del debate, así en EEUU como en Europa. El vicepresidente Joe Biden se muestra más que reticente ante una escalada militar sin calendario. Un alto funcionario del Ministerio de Defensa británico dimitió la semana pasada, alegando que la nación acabaría por rechazar las justificaciones del Gobierno. El apoyo popular que siguió a los atentados del 11 de septiembre del 2001, causa de la expedición punitiva contra Al Qaeda y sus cómplices, se ha desvanecido.
El dilema de Obama y la disputa entre los expertos sobre el envío de más tropas radican en que no es posible adivinar si la escalada de la contrainsurgencia servirá para paliar el fiasco de los últimos ocho años en el intento de desalojar a los talibanes del territorio en que se confunden con la población civil, donde gozan de la solidaridad tribal de los pastunes, y de sus santuarios en Pakistán, también protegidos por la misma etnia que el Colonial Office londinense desgarró con una frontera, según el viejo axioma de divide and rule.
Los que se oponen a la escalada advierten de que el envío de más tropas al sur no hará sino movilizar a los pastunes, la etnia mayoritaria, y reforzar el argumento de los talibanes del combate contra los extranjeros infieles. Un grupo de expertos y funcionarios de inteligencia, incluyendo al que fue jefe de la CIA en Kabul, advierten de la radicalización de la guerrilla y de sus probables efectos deletéreos sobre Pakistán. Aseguran que, cuantas más tropas, más muertos y más oposición. «Estamos persuadidos de que el país se aproxima al abismo», proclaman.

Los partidarios del refuerzo militar, según la petición del general Stanley McChrystal, comandante en jefe, subrayan la importancia estratégica del envite. Otro general aureolado por su relativo éxito en Irak, David Petraeus, reconoce que nadie puede garantizar el éxito con el empleo de más recursos, pero que si estos no se comprometen, el descalabro está asegurado. Otros especialistas insisten en que el terrorismo no puede combatirse a distancia, como algunos pretenden, mediante aviones sin tripular, misiles y operaciones de comando, y en que hay que separar a los talibanes buenos de los ideológicamente irrecuperables.

El problema para Obama es que la contrainsurgencia masiva exigiría más tropas para disputar el terreno a los talibanes, ganar tiempo para crear un verdadero ejército afgano y alistar a los poderes locales, pero el precio podría ser prohibitivo: no menos de cinco años, centenares de muertos y miles de millones de dólares anuales. Como los soviéticos, 20 años después y sin garantía de éxito. Las elecciones han mostrado la torpeza de los norteamericanos y sus aliados en el rimbombante objetivo de la reconstrucción y la democracia con burka sin haber desterrado el oscurantismo, la corrupción y la miseria.
No se trata de hacer el petate y abdicar ante las ignominias de los talibanes y su desprecio de la libertad, sino de fijar unos objetivos más modestos, pero quizá más viables y menos onerosos que esa democracia a la occidental en la que nadie cree. Hay que terminar con la guerra de columnas de carros y bombardeos que exige más tropas, pero que galvaniza a los insurgentes con su brutalidad, sus exacciones y sus miles de víctimas inocentes. Los talibanes solo son invencibles en la medida en que actúan como pez en el agua entre una población que lleva 30 años de guerra a sus espaldas. Hay que derrotarlos por otros medios.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.