Mi liberada:
Una mañana de hace algunos años tuve una especie de visión trascendente, una fátima, mientras paseaba por la rue Jacob. Era mediodía, primavera, brillaba el sol en París y habíamos dejado de ser pobres y seguíamos siendo felices. Supe en aquel momento que no había habido ningún otro hombre que hubiera vivido con tanto conocimiento, con tanto placer y con tanta belleza. Encabezaba la Humanidad, sencillamente, con mis contemporáneos. Desde entonces llamo síndrome de Jacob a una especial configuración de las cosas, no por pasajera menos real y firme. El síndrome nada tiene que ver con ese de Stendhal, que por la belleza lleva al vahído y a la aniquilación. Todo lo contrario: el de Jacob es un redbull moral. En tal estado te escribo, después de una semana en Europa.
La empecé en Bruselas, invitado por la eurodiputada Teresa Giménez a una nueva sesión de Euromind, este foro que tiene la osadía de decirle a la política que consulte sus decisiones con la ciencia. El trabajo de mi amiga Teresa está resultando admirable y supone un básico añadido a la Tercera Cultura. La Tercera Política. ¿Cómo tener dudas de su necesidad, escuchando a Elseline Hoekzema? Ella estudia el cerebro de las embarazadas, y en sintonía de forma y fondo apareció embarazadísima. Ha descubierto que el cerebro experimenta cambios importantes durante el embarazo y hasta dos años después. ¿Cómo tener dudas de que el conocimiento de esos cambios y sus influencias sobre la conducta debe proyectarse sobre la duración de las bajas por maternidad? ¿Cómo dudar de que hay que replantearse los permisos del padre, al hilo del consumo de recursos que supondría la ampliación de los permisos maternales? En el foro habló también Susan Pinker. Hace ocho años publicó un libro formidable, La paradoja sexual, donde describía lo que podría llamarse, ya puestos en síndrome, el de la número 2. Las mujeres pueden ejercer el liderazgo como los hombres, pero a muchas no les interesa: se acomodan en las inmediaciones del poder porque el poder absoluto no es para ellas una absoluta prioridad. La psicóloga había actualizado sus datos de una década para la charla y aseguró que la conducta de las mujeres (burguesas, occidentales, intelectualmente formadas, ese es su frame) se ha vuelto más radical. Muchas deciden cuidar de sus hijos y su compromiso laboral está supeditado a su condición de madres. Y muchas otras deciden no tener hijos y dedicar toda la atención a su trabajo. La época de los equilibrios parece haberse acabado y cualquier política demográfica debe tenerlo en cuenta. El coloquio lo cerró un hombre. Robert Whitley estudia el suicidio masculino. Describió la conocida brecha sexual en el asunto (en Europa los suicidios masculinos suponen un 75% del total) y apuntó, aunque me pareció que sin una base fáctica suficiente, que nuevos factores culturales, englobables en la llamada «demonización del macho», podrían estar ampliando la brecha. Sea o no, lo sustancial es que por sus descripciones parece dolorosamente cierto que faltan políticas públicas dedicadas a la protección de una fragilidad masculina que en esta cuestión es indiscutible.
La conversación vivísima en todos los idiomas (yo los hablo todos, lástima que poco) siguió en la cena. Mi adhesión a Euromind la apreciarás en lo que vale si te digo que son especialistas en dar con los escasos restaurantes de Bruselas donde se come incivilmente: la noche del martes anotaron otra brillante plusmarca. Al final de las despedidas me quedé con Alejo Vidal-Quadras, mi fino y brillante amigo, junto al insondable edificio de la Comisión Europea. Cualquier ignorancia hubiera esperado de él la soflama libérrima, antiburocrática y escéptica frente a la mole imponente. Pero se limitó a señalarla con el brazo mientras sonreía: «Ahí lo tienes, menos funcionarios (35.000) que el ayuntamiento de París (51.000). Y con la alta misión de impedir que sigamos matándonos».
Caía la lúgubre noche del Brexit, sancionada por Teresa May, esa mistress de la que huyen todos los niños de Europa. Así que al día siguiente crucé el canal de la Mancha en un tren rápido y venerable, dotado de mullidas orejeras. No habrá nunca un infame brexiter que pueda circular por ese túnel. Ni una ciudad más alérgica a lo que el Brexit supone. Sigue siendo la exposición más poderosa de una ciudad. Londres es como aquellos muñecos anatómicos de mi infancia, donde venas, músculos, nervios y huesos se mostraban en todo su lío potente y complejo. Una ciudad sin piel. Odiada por la Inglaterra cañí, que le pide decoro y que tape sus partes pudendas, empezando por sus inmigrantes. Había que cruzar el Canal, Provecta Majestad, por el Brexit y por Hockney. Durante minutos eternos y aprovechando un descuido de las masas estuve solo delante de Splash! y aún pude descubrirle nuevos hilillos a la vida. Splash! es como llorar debajo del agua, ya deberías saberlo. En la exposición de la Tate hay lo habitual en tantos grandes pintores. Los duros y fallidos ensayos hasta la formalización de un orden, su irrupción arrogante, radical y su lenta destrucción posterior en las variadas formas de la decadencia. Pero en la última habitación espera un viejo que se levanta y lleva un iPad en la mano. Como si la tecnología le hubiera obligado a volver al orden, a la belleza y a la esperanza, pinta con sus dedos cientos de aquellos cuadros reloaded. Mientras voy viéndolos escucho las viejas soflamas ¡antiliberales! La pintura, el pigmento, la materia, esta cutre pasión del artista por su vector. Y al mismo tiempo observo la maestría con la que Hockney, a base de pacientes rayitas sobre el cristal va dando, precisamente, la ilusión de densidad, de materia, de relieve. Y la maravilla final: una aplicación de su programa de dibujo, similar a lo que suponen las revisiones en google docs, permite ir siguiendo trazo a trazo el proceso de creación de cada cuadro y descifrar las estrategias, los arrepentimientos, las irrevocables decisiones finales del pintor.
Vuelvo al túnel. En dos horas y media emergeré por la Gare du Nord. El Eurostar debió ser emblema del remain. Una obligación de los europeos de hoy es la de organizar concentraciones masivas en cada boca del túnel, reivindicando esta portentosa ingeniería civil, exactamente. En el Louvre está la exposición más cruel jamás ideada: han juntado a Vermeer con sus contemporáneos. Una figura de Vermeer convierte en inhumana a cualquiera que la rodee. Para agravarlo muchas veces pintaron el mismo tema, fuera una dama pesando oro o escribiendo una carta, e incluso pintaron al espectador interrumpiendo la escritura. La contemplación roza la angustia. Podrán pasar mil épocas, instalarse mil maneras de distintas de mirar, mil críticos de arte, especie: por siempre jamás se apreciará, comparándolos, que Vermeer pintó personas (y parece que sin modelos del natural) y el resto pintó monigotes. Vermeer pintó el silencio, la meditación. No solo cuando sus personajes se dedicaban a las altas tareas del esprit, su Astrónomo y sobre todo su Geógrafo, emblema junto al San Agustín de Venecia, Schiavoni, de la más alta pasión y nobleza, que son las del conocimiento; no solo: la misma atención tensa los dedos de la encajera o la mirada de la fiable y tibia muchacha que está preparando torrijas. Es indiscutible que algún mediodía sus mujeres, limpias, alfabetizadas, creadoras, hijas de un mundo que prefería vender a rezar, vivieron su síndrome de Jacob en la calle estrecha (Het Straatje), este cuadro que no ha viajado a París y que tanta falta hubiera hecho para dar su lección contra la demagogia, el ruido y el desorden.
Estas son las coordenadas, libe: N 48.85536° E 2.3344°
Pero sigue ciega tu camino
Arcadi Espada