Bajo paraguas

Las dificultades financieras, de cohesión interna y de gobernación que vienen atravesando tanto España como la Unión Europea han suscitado en el soberanismo catalán y en el vasco reacciones contradictorias, todas muy elocuentes en cuanto al desconcierto en que se mueven dos corrientes políticas que tratan de mostrarse siempre confiadas del apoyo que les asiste y seguras de los objetivos que persiguen. Cuando España bordeó el rescate país, los nacionalistas se debatieron entre contener la respiración o emplear el momento para subrayar la caducidad de un Estado que sus sectores más entusiastas llegaron a tachar de fallido. Para estos últimos, el eventual hundimiento financiero de España permitía sacar a flote el proyecto independentista sin mayores esfuerzos. Aunque el nacionalismo gobernante en Euskadi y Catalunya se tentaba la ropa ante una situación de la que era imposible zafarse mediante discursos de fin de semana que trataban de poner en evidencia el fiasco de lo español frente al buen hacer propio.

Más recientemente Carles Puigdemont ha llegado a reivindicar como ejemplo su acceso de última hora a la presidencia de la Generalitat en contraste con la incapacidad de las Cortes para dotar a España de un gobierno, sea el que sea. Al tiempo que el lehendakari Urkullu –aun estando en minoría– y su partido se muestran satisfechos de haber conformado el oasis vasco. Pero hay un resorte instintivo que impide al nacionalismo gobernante regodearse del endiablado panorama al que dio lugar el 20-D. Tampoco las instituciones vascas se han jactado de haber respondido al compromiso de déficit. En cuanto a la inestabilidad política derivada de la atomización partidaria, porque el propio nacionalismo está viendo que a este paso podría acabársele su hegemonía. Respecto a las cuentas públicas, porque no denotan precisamente un espectacular comportamiento de la economía propia, sino un reto sorteado a duras penas, con más ajustes que cupo.

Bajo paraguasPretender que el soberanismo y la independencia se abrirían paso más fácilmente cuanto más caótica fuese la situación que atravesara la España constitucional resulta tan erróneo que quienes desde el nacionalismo administran las instituciones de Euskadi y Catalunya lo han visto perfectamente. Las crisis circundantes no catapultan las opciones más radicales o impacientes en las sociedades abiertas, sino que despiertan cautelas y aconsejan moderación. Sencillamente porque hasta para salirse de España se necesita el paraguas español, aunque se le salgan algunas varillas, en un clima de razonable sosiego. El soberanismo se desconcierta cuando ve que la política circundante está empantanada por asuntos distintos a los del aviso unilateral de secesión. Tras reclamar que sean los demás quienes le faciliten el camino, teme verse empantanado como los demás.

Algo semejante ocurre con la Unión. La incapacidad de sus instituciones y de los gobiernos europeos neutralizados mutuamente por sus diferencias ha generado decepción en los ciudadanos, y un escepticismo que se convierte en caldo de cultivo para la xenofobia y el populismo. Pero es imposible ver en la negativa holandesa respecto al acuerdo de asociación con Ucrania o en el Brexit oportunidad alguna para que los europeos de Catalunya y Euskadi seamos más libres y dichosos. Durante años el nacionalismo vasco y el catalán han basado su discurso e incluso sus programas electorales en la elusión de España, como si la Euskadi oficial y la Generalitat formaran parte de la galaxia europea por sí mismas. De pronto, cuando la meta del Estado propio en un caso y del estatus propio en el otro parecían ya cercanos, España emerge como un problema ineludible para el escapismo soberanista también porque Europa se ha vuelto un paraguas al que podría rasgársele la tela. La utilización del derecho a decidir por holandeses y británicos como baza en la mejora de las condiciones de adhesión de esos dos países a la Unión resulta desconcertante para el nacionalismo soberanista, que no puede reivindicar tales movimientos porque contribuyen a debilitar el argumento que hasta ayer le permitía saltarse España. Qué decir si en el referéndum del próximo 23 de junio el Reino Unido decide salirse de la UE. La impasibilidad de Bruselas ante las demandas de una política compartida que incentive el crecimiento y la cohesión social más allá de las actuaciones del BCE se queda en nada tras preservar la unidad europea mediante el cierre de fronteras frente a los refugiados y el contrato suscrito para ello con Turquía. El soberanismo necesita que la Europa democrática se reponga. Pero mientras tanto debe asegurarse de que España funcione, de que no les falle tampoco a vascos y a catalanes. Es la paradoja de tener que aspirar a todo bajo paraguas.

Kepa Aulestia

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