Balbuceos

Imagen de la serie Patria
Imagen de la serie Patria

A finales de 2015 publiqué El comensal, una novela sobre mi abuelo, Javier Ybarra, que fue secuestrado y asesinado por ETA en 1977, y sobre mi madre, que murió de cáncer en 2011. Cuando terminé el libro creí que ya no volvería a tocar más el tema del terrorismo, pero no ha sido así, porque cada vez que me siento a trabajar delante del ordenador aparece un encapuchado apuntándome con una metralleta desde la pantalla. Seguir escribiendo es la única estrategia que se me ocurre para que desaparezca.

La promoción de El comensal me dejó exhausta: tuve dos ataques de pánico y estuve a punto de vomitar de los nervios en varias entrevistas. Nunca antes había hablado en público ni sobre el asesinato de mi abuelo ni sobre las amenazas que recibió mi padre durante décadas. Romper el tabú me dio vértigo. El primer ataque de pánico lo tuve delante de mi padre poco después de que se leyera el libro. El segundo un día que estaba sola en casa cocinando. Antes de empezar a escribir nunca había tenido ansiedad.

En 2016 dediqué casi todo el año a promocionar el libro. Engordé seis kilos. En primavera me casé con un traje que me quedaba justo. A finales de 2017 tuve un hijo: Santiago. Santiago me pareció el mejor refugio para huir de las discusiones sobre la batalla por el relato, pero mientras sostenía al bebé en brazos, mi infancia en la Euskadi de los ochenta y de los noventa volvió a mí como un ovillo enorme que debía desenmarañar.

He aprendido mucho sobre la relación entre lenguaje y violencia observando a mi hijo. Lo primero que descubrí fue que la violencia surge cuando no hay palabras: los niños pequeños pegan porque aún no dominan el lenguaje que les permite expresar lo que les pasa. Luego descubrí la relación entre lenguaje y movimiento: los niños necesitan moverse porque es a través del contacto con otras personas y con el entorno en donde aprenden los nombres de las cosas. La maestra de Santi me resumió las fases de este proceso en la frase: “Caminar, hablar, pensar”. Aprender a moverse y a expresarse es lo más importante que tiene que hacer un niño durante sus seis primeros años de vida para que más adelante pueda pensar y relacionarse mejor.

A finales de 2011, después de que ETA anunciara el cese definitivo de su actividad armada, todos los vascos empezamos a poder hablar y movernos con mayor libertad.

Muchos ciudadanos salieron por primera vez a la calle sin miedo a que les pegaran un tiro. En contra de lo que pueda parecer, no es fácil volver a ser libre. Aún recuerdo la cara de desorientación de mi padre el día que se despidió de su escolta: había olvidado cómo había que girar el volante para aparcar el coche y ya no recordaba cómo se sacaba el tique del parquímetro.

Los bebés no reconocen en dónde empiezan y en dónde terminan las palabras. Una de las primeras conquistas del lenguaje es comprender que las palabras son grupos de sonidos independientes. Durante mi proceso de escritura he aprendido a transformar en palabras el zumbido que se escuchaba de fondo en mi familia. He nombrado el dolor que sentía en frases cortas y secas. Poco a poco soy capaz de construir frases más largas.

Para la elaboración de este artículo me pedían que hablara sobre el actual boom de la ficción sobre ETA. ¿Crees que es una moda?, me preguntaron. Podría parecerlo, pero no lo es, no es moda, es supervivencia.

Este auge de historias responde a la necesidad que tenemos de elaborar nuestros traumas para seguir viviendo. Por eso celebro cualquier obra que aborde con honestidad el “conflicto vasco”, aunque no todas las historias me interesan y no siempre estoy de acuerdo con lo que me quieren contar. Las celebro porque estoy convencida de que la palabra es lo contrario de la violencia y creo que, cuantas más historias surjan, más probabilidades tendremos de reconocernos los unos a los otros y de convivir en paz.

Yo, por ejemplo, nunca hubiera tenido la oportunidad de conocer un testimonio de una víctima de torturas policiales de no haber leído el excelente —y, aunque parezca increíble, divertido— libro Intxaurrondo, la sombra del nogal de Ion Arretxe. En mi día a día no tengo posibilidad de conocer a personas que hayan podido padecer algo así.

Los libros, a su manera, también son movimiento. Otras historias que me han hecho crecer son El ángulo ciego de Luisa Etxenike, que me ha ayudado a entender mejor el dolor de mi familia, y el documental Mudar la piel de Ana Schulz y Cristóbal Fernández, que me ha hecho reflexionar sobre la intimidad y la amistad.

Las historias que más me ayudan a reconciliarme con mi pasado son las que aportan una visión personal, las que no tienen intención de convencer de nada a nadie.

Gabriela Ybarra es escritora. Es autora de El comensal (Caballo de Troya, 2015)

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