Balenciaga y la imagen de España

Cuando llegaron la moda prèt-â-pòrter y las barricadas del Mayo del 68 parisino, cuyos truenos sin duda escuchó el modisto español Cristóbal Balenciaga desde su exquisita boutique en el número 10 de la Avenida George V, procedió a retirarse. De un día para otro, sin hacer ruido. De tal modo que costureras, dependientas y modelos aún relatan entre lágrimas la sensación de abandono en que quedaron. «Era la perfección», afirmó una de sus sastras, Ignacia Inchausti. «Serio, muy trabajador, exigía, sencillamente, que hicieras lo mismo que él». Ignacia permaneció durante 22 años en sus talleres de San Sebastián, Barcelona y la capital francesa, hasta que cerró.

Nacido en Guetaria en 1895 y fallecido en Jávea en 1972, Balenciaga se afincó definitivamente en París en 1937. Allí construyó lo que Nacho Ormaechea definió con acierto como un «triángulo cotidiano», formado por iglesia, casa y tienda. Un vez al día, por lo menos, acudía a orar a la iglesia católica de Saint Pierre de Chaillot, en el 31 de la avenida Marceau. Su vivienda se encontraba en el 28 de ese misma calle. La Maison Balenciaga, muy cercana, vendía complementos y perfumes en la planta baja. La atmósfera fue descrita como «totalmente española», en lo que ello podía significar de lujo con autenticidad. Nada que ver con la españolada, caricatura de baja calidad y falsa de lo español, inventada en la Francia decimonónica. Hoy la españolada aparece en muchas teleseries-basura producidas en España.

En los pisos superiores se hallaban los salones, estudio y talleres de costura. Nada superfluo o recargado distraía la atención del público, que debía concentrarse en la ropa y lo bien que sentaba a las modelos. Nunca demasiado bellas, pues en su concepto distraían de lo fundamental, el vestido. El modista André Courréges, uno de sus discípulos, recordó un taller totalmente blanco, sin decoración, intensamente silencioso. Esa cualidad del silencio explicaba, según recordó el gran político y ministro José María de Areilza, que la casa de modas «tuviera un cierto aire monacal. No cabían las personas ruidosas, que hablaran alto, la risa o el desorden. Todo se hacía bajo una atmósfera de silencio y eficacia: los desfiles, el trabajo, las pruebas».

Manuel Lucena Giraldo es miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia.

Cuando Balenciaga se estableció en París, ni era un recién llegado ni se encontraba en una etapa de formación. Por el contrario, era un reconocido profesional de la moda. Si acaso, llegó en el momento justo al lugar perfecto, con una visión de la moda y los negocios que reflejaba muy bien sus orígenes culturales y vitales españoles. Luego evolucionaría hasta que, bajo su punto de vista, la producción en serie destruyó la posibilidad de la excelencia en la moda. Más allá del tantas veces recordado nacimiento de Balenciaga en Guetaria, en un hogar humilde, durante su juventud adquirió una visión de la calidad basada en el trabajo artesano. Ropas y vestidos usados de modo habitual por los habitantes del lugar, pescadores como el padre, del que pronto quedó huérfano, o costureras como su madre y tías, han sido considerados fuente de inspiración permanente. La demanda cíclica de prendas de calidad y diseño exquisito, vinculada a la transformación de San Sebastián en corte real durante los veranos, tuvo que ver con su decisión de convertirse en «modisto».

En 1919, tras asociarse a dos costureras donostiarras, las hermanas Lizaso, abrió una tienda en la capital guipuzcoana. Le siguieron otras en Madrid y Barcelona, con las primeras letras del primer apellido de su madre, «Eisa», como homenaje. En los felices (y consumistas) años veinte españoles, Balenciaga fue una referencia. Su posterior opción parisina proyectó hacia el futuro aquellas experiencias artísticas y empresariales, universalizó sus raíces culturales, técnicas y estéticas. En el formidable arte español, halló el complemento perfecto a una inspiración vinculada en la infancia a la tradición artesana de la costa vasca.

La obra de Balenciaga puede ser vista como una interpretación propia de la historia de España, pues recreó en sus formidables obras de alta costura, que son monumentos arquitectónicos hechos de tejidos exquisitos, aquello que exhiben las pinturas de El Greco, Velázquez, Zurbarán, Carreño de Miranda, Pantoja de la Cruz, Arellano, Espinós, Mengs, Goya, Madrazo, Ramón Casas o Zuloaga. Los cuadros de algunos de estos genios de todos los tiempos se exhiben, en estricta correlación con trajes de Balenciaga para fiesta, cóctel, novia o recepción, en la magnífica exposición que se acaba de abrir en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, «Balenciaga y la pintura española». Comisariada por Eloy Martínez de la Pera, constituye un festín para los sentidos y la memoria. Las salas sucesivas, que optan por el color negro, bodegón, bordados, Zurbarán o Goya, como núcleos densos de inspiración, muestran con precisión la imagen de España que poseía y celebraba el modisto guipuzcoano, basado en un vigoroso sentido historicista de la creatividad. Resulta notable la valentía y arrojo con los que Balenciaga apeló a texturas, colores y propuestas propias de la España imperial para confeccionar sus obras maestras. Sin complejos ni temores ante los malos humores de la leyenda negra, recreó los siglos de los Austrias, con su exigente etiqueta cortesana y el nacimiento de la moderna sociedad del lujo. Los retratos de reinas de España fueron recreados en piezas de vestuario que homenajearon a sus poseedoras, millonarias, magnates, nobles, en todo caso personas de alta sensibilidad. Si acaso, cedió en el colorismo y el folclorismo que tanto buscaban los viciosos y trasnochados viajeros románticos en el reconocimiento de una tendencia naturalista que ya era practicada con anterioridad. Balenciaga solía recordar a quienes trabajaban con él que un gran modisto debía ser arquitecto para las líneas, escultor para las formas, pintor para los colores, músico para la armonía y filósofo en el sentido de la medida. En 1939 presentó una colección de inspiración velazqueña, de gran éxito. Durante la década siguiente, aparecieron reminiscencias de indumentaria tradicional, con perlas, ricos bordados y pasamanería de influencia taurina y hasta goyesca, en espectaculares modelos de noche.

En 1951, diseñó a partir de propuestas estéticas de Zurbarán túnicas en claroscuro, prácticamente inmateriales. En 1957 apareció el vestido saco y, más tarde, tras la influencia cubista, el uso del color fue extraordinario, en interpretación del espíritu del tiempo. Para comprender la aproximación arquitectónica de Balenciaga hacia la moda, la idea de que el vestido es la casa del cuerpo resulta clave. Ahora podemos entender hasta qué punto el arte español cortesano, no el que recrea la veta brava o celebra la anomalía y la extravagancia, sino el que propone sumar cada día belleza y felicidad a la existencia propia y ajena, constituyó su archivo cultural y también, para fortuna para todos, existencial. Sus hallazgos cambiaron la historia de la moda, pues quienes le sucedieron han vivido -y viven- bajo su poderosa e inevitable influencia. Tenemos el privilegio, como españoles, de haber sido sus contemporáneos.

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