Balthus en la hoguera

Baladine Klossowska, judía por origen, aristócrata polaca por matrimonio, parisina por vocación, tuvo dos hijos ilustres. De su educación había de cuidarse el más grande poeta de su tiempo, que era a la sazón su amante. Como todos los poetas, Rainer Maria Rilke exigía el sosiego que la indolencia regala. Baladine disponía de recursos para garantizarlo. A cambio, Rilke resultó ser un maestro prodigioso. Y los dos hermanos se instalaron enseguida en el vértice de las vanguardias. Ilustres erotómanos ambos, Pierre Klossowski en literatura y Balthasar Klossowski (Balthus, por su apócope familiar de infancia) en pintura entraron hace mucho en el Olimpo. El primero escribió dos de las más bellas reflexiones sobre Nietzsche y sobre Sade. En el segundo, vemos hoy al único rival firme de Picasso en la primacía pictórica del siglo.

Thérèse Dreaming
Thérèse Dreaming

El 30 de noviembre pasado, una muy correcta ciudadana de Nueva York promovió un requerimiento colectivo. Dirigido al Metropolitan Museum. Reclamaba la inmediata censura de una de sus joyas. Balthus pintó ese Thérèse soñando en el año 1938. Forma parte de una serie de diez retratos de la hija de sus vecinos. Thérèse Blanchard tenía doce años y esa serie es uno de los momentos mayores del pintor: un manifiesto de lírica devoción a la pureza. En todos ellos, Thérèse aparece en diversas actitudes de ensoñación. El cuadro del MET, en concreto, muestra a una Thérèse de ojos entornados, recostada sobre un cojín, las manos en la nuca; sus pies se apoyan en un taburete de enea y sus rodillas quedan así ligeramente flexionadas; a la derecha, un gordo gato albino lame perezosamente su plato de leche. Es todo. Salvo un trivial detalle que ofendió a la espectadora: la flexión de las piernas alza la falda y deja ver un pliegue de las braguitas blancas de la niña. Es todo. Para una feminista americana, es demasiado.

Transcribo la carta al MET de la ofendida. Sin las comillas que garantizan su literalidad, se diría una broma. Está dirigida a la dirección del museo y lleva el título explícito de Quiten la insinuante pintura de Balthus: «Cuando fui al Museo Metropolitano de Arte el pasado fin de semana, me sorprendió ver una pintura que representa a una niña en una pose sexualmente insinuante. La pintura de Balthus, Thérèse soñando, es el retrato evocador de una niña preadolescente que se relaja en una silla con las piernas hacia arriba y la ropa interior expuesta. Es perturbador que el MET muestre con orgullo tal imagen… El artista de esta pintura, Balthus, tenía un amor notorio hacia las niñas púberes, y se puede argumentar con fuerza que esa pintura idealiza la sexualización de un niño… Dado el clima actual en torno a la agresión sexual y las denuncias que se vuelven más públicas cada día, al mostrar este trabajo para las masas sin proporcionar ningún tipo de aclaración, el MET apoya, tal vez involuntariamente, el voyeurismo y la cosificación de los niños». Hay que agradecer, eso sí, a la denunciante su bondad al no pedir que el cuadro sea quemado. Con que se «elimine la pieza de la galería» en que se exhibe se da por contenta.

Me es fácil imaginar el escalofrío del cercano MoMa. Si las braguitas de una adolescente son tan incitadoras a la agresión sexual de las mujeres, ¿qué no sucederá con el retrato de las desvencijadas prostitutas barcelonesas a las que Pablo Picasso da vida eterna en sus Demoiselles d’Avignon, tesoro máximo del Museo de Arte Moderno neoyorkino? Pero, seamos serios, ¿qué deberían hacer los correctísimos animalistas con la copia que exhibe la Wilton House del destruido lienzo de Leonardo da Vinci acerca de la conjunción entre Leda y Zeus bajo forma de cisne que Ovidio narra? ¿O con las dos copias que realizó Rubens del incinerado cuadro de Miguel Ángel sobre el mismo tópico y que atesora en Londres la National Gallery? ¿O con la multitud de los putti barrocos?

Acerca de los pintores que en el siglo veinte se asomaron al mirador de lo per-verso (esto es, de lo di-verso), no es necesaria mucha pedagogía. Nos exime de hacerla un pintor dominguero que llegó a genocida. Y que rindió a tales artistas (algunos tan descomunales como Egon Schiele o Hans Bellmer) el inconsciente homenaje de una gran exposición previa a la hoguera. Bajo el lema de Entartete Kunst, «arte degenerado», Adolf Hitler agrupó a todos los grandes enemigos del alma alemana. O sea, a todos los grandes. Y fijó su canon: «Respecto a los artistas degenerados, les prohíbo someter el pueblo a sus “experiencias”. Si de verdad ven los campos azules están dementes y deberán estar en un manicomio. Si sólo fingen que los ven azules son criminales y deberán ir a prisión. Purgaré a la nación de su influencia y no permitiré que nadie participe en su corrupción. El día del castigo está por venir». Vendría. Los campos de concentración supieron de aquella mala gente.

Los hijos de Baladine Klossowska tuvieron una infancia envidiable. Es leyenda verosímil que en ellos se inspiró Cocteau para crear los personajes de sus Enfants terribles. Una infancia hecha de libros y belleza. E inteligencia. De ella, Balthus buscó restablecer la poesía, a lo largo de toda su pintura. Él, que ninguna biografía aceptó tener más que la de sus primeros años. El pintor, como el poeta, materializa fantasmas. Sólo. Y para Balthasar Klossowski, fantasmas hubo nada más que en aquella legión de querubines que atravesaron el jardín materno. De ello deja certeza testamentaria: «Veo la adolescencia como un símbolo. No podría jamás pintar a una mujer. La belleza de la adolescente es más interesante. La adolescente encarna el porvenir, el ser antes de transformarse en belleza perfecta. Una mujer ha hallado ya su lugar en el mundo; una adolescente, no. El cuerpo de una mujer está ya completo. El misterio desapareció». El misterio: la poesía. La poesía. A la que los correctos llaman lo perverso.

Gabriel Albiac, filósofo.

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