Banalidad de la arrogancia, la estupidez

La imagen de la banalidad en mitad de la tragedia persigue al género humano desde los confines de la Historia. Desde los bizantinos discutiendo en mitad del cerco otomano a la de la orquesta del Titanic. Se dice que, durante la caída de Constantinopla en el año 1453, los habitantes, presas de un furor religioso que hasta se había convertido en una suerte de espectáculo, debatían sobre distintos interrogantes de la Biblia. Uno de ellos era el del sexo de los ángeles. El pasaje en cuestión es el famoso: «Cuando la humanidad comenzó a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas, vieron los hijos de Dios que las hijas de los hombres les venían bien y tomaron por mujeres a las que preferían de entre todas ellas» (Génesis 6, 1-2). Esos hijos de Dios parecen referirse a los ángeles, como se deduce de otras partes de la Biblia. Ante la duda, bien vale un debate, hoy inútil, pero más inútil si es en mitad del cerco que terminaría con el Imperio Romano de Oriente. Sesudos hombres de la Iglesia y teólogos aficionados, entretenidos en mitad de la muerte. Sin embargo, no hay ninguna evidencia histórica de que así sucediese. Steven Runciman, en su impresionante La caída de Constantinopla 1453, no recoge este episodio; sí, en cambio, la resistencia valerosa de los constantinopolitanos frente al cerco otomano. Probablemente, para reduplicar lo absurdo, el debate sobre cuestiones inútiles precisa elevarse sobre el telón de fondo de la sangre, el dolor y la muerte.

Banalidad de la arrogancia, la estupidezCorremos el mismo riesgo. Después del fallecimiento de miles de personas, el que ahora nos entretengamos en debatir sobre el alcance y el significado de una palabra (suspensión) ha de producir el mismo resultado: la absurdez de la polémica. Cuando han muerto miles de personas, qué más da, si hubo suspensión, limitación o prohibición de derechos. Muchos considerarán que es irrelevante. Es más, el Gobierno lo alienta, acudiendo a la sorpresa, a la indignación e, incluso, a lo sucedido en otros países europeos, al afirmar de que se trata de «elucubraciones doctrinales», cuando son las libertades las que están en juego. Pero es el momento de hacer cuentas; de revisar lo sucedido para corregir los errores. No es un nuevo debate bizantino; de minusvalorar la importancia de nuestros fallecidos. Es, al contrario, el mejor tributo que se les puede rendir; el que sus muertes hayan servido para algo: el evitar que se repitan los errores.

Nassim Nicholas Taleb explica la «distorsión retrospectiva» como una necesidad que tiene nuestra mente para navegar por la incertidumbre del ahora. En cada momento, nuestra vida es una constante elección en mitad de la incertidumbre. Deambulamos sin tener certeza de qué consecuencias podrán tener nuestras decisiones. Nos creemos racionales, en mitad de la irracionalidad. Y la trampa es mirar hacia atrás. Todo tiene sentido, es coherente. Creemos vivir el presente con la misma coherencia con la que miramos el pasado. Falso de toda falsedad. Los historiadores nos explicarán la gestión del Covid como si lo sucedido fuese coherente, tanto los éxitos como los fracasos, cuando, en el ahora, era la duda. Valorar lo sucedido nos exige espíritu crítico para evitar ser víctimas de la distorsión; de esta trampa de nuestra mente para continuar engañados en mitad de la turbulencia y creernos libres de decidir y de actuar.

Cuando estalló la pandemia, sabíamos muy poco. Se sabía, desde el 30 de enero de 2020, que la OMS había declarado, como consecuencia de la expansión del coronavirus, una «situación de emergencia de salud pública de importancia internacional» y recomendaba a los Estados intensificar el apoyo a la preparación y la respuesta, así como alentaba la puesta en marcha de medidas para obtener medios diagnósticos, tratamientos y vacunas. No se hizo nada. Hasta que llegamos al 14 de marzo en el que el Gobierno declara el estado de alarma (Real Decreto 463/2020). En su artículo 7, que lleva por título limitación de la libertad de circulación de las personas, se concentra la medida estrella: la prohibición de la movilidad, salvo por algunas de las causas que enumera. El resultado práctico no nos lo tienen que explicar, lo hemos vivido: no podíamos salir de nuestras casas. Según el Gobierno, esa prohibición, casi general, salvo causa justificada, no suspendía el derecho fundamental a la libertad de circulación. Así lo recogió en la Exposición de motivos del Real Decreto. Ahora, el Tribunal Constitucional nos dice que sí, que hubo suspensión, por lo que era inadecuado el estado de alarma. Que debía haberse procedido a la declaración del estado de excepción. Así debía ser porque, conforme al artículo 55 de la Constitución, la suspensión de derechos sólo puede ser obra del estado de excepción.

Podría parecer un debate académico, y lo es, pero tiene una consecuencia importante: si hay limitación, lo puede acordar el Gobierno y luego, si se precisa prorrogarla, se necesita de la autorización del Congreso. Es lo que sucede con el estado de alarma. En cambio, si hay suspensión, se requiere de la autorización previa del Congreso. Y en esta autorización, se detallarán los poderes del Gobierno, así como su alcance. Por lo tanto, no ofrece la misma garantía democrática el control previo que el posterior del Congreso. Porque éste, como Cámara de representación de los ciudadanos, es el único que puede administrar las libertades.

Es fluida, gris y confusa la frontera entre una limitación de tanta intensidad, pues prohíbe la libertad de circulación, obligándonos al confinamiento y la suspensión de los derechos. Unos se fijan en los efectos: mientras que haya alguna posibilidad de ejercicio del derecho, no hay suspensión; cuando esa posibilidad es residual, la suspensión se ha producido. Otros, en cambio, reinterpretan la Constitución para hacerle decir que se refiere sólo al poder del Gobierno de suspender los derechos y no a los efectos de las restricciones, que sólo deberán valorarse atendiendo a la proporcionalidad, sin tener presente que hace desaparecer la diferencia constitucional entre los estados de alarma y los de excepción, y desconoce los poderes del Congreso. «La autoridad gubernativa podrá prohibir la circulación de personas y vehículos en las horas y lugares que se determine, y exigir a quienes se desplacen de un lugar a otro que acrediten su identidad, señalándoles el itinerario a seguir» (art. 20.1 Ley orgánica 4/1981). Esto es lo que hemos vivido. Y es a lo que la Ley orgánica denomina estado de excepción, porque hay suspensión de derechos, por lo que requiere de la autorización del Congreso.

Ni es cuestión de caer en las discusiones bizantinas, ni en la distorsión retrospectiva. Lo que es escandalosamente evidente es que no tenemos nuestro Derecho preparado para la pandemia. El Gobierno, en una muestra de arrogancia digna de mejor causa, se ha negado a promover la aprobación de la nueva legislación que, por un lado, afronte el desarrollo del artículo 3 de la Ley orgánica 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública y, por otro, actualice la Ley orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio. No es un accidente el que ambas sean leyes de los años 80 del siglo pasado. Nada impide que se apruebe una Ley orgánica en la que, en el contexto de la regulación de las medidas para afrontar la pandemia, se regule tanto el estado de alarma como el estado de excepción adaptados a las necesidades de la gestión de la pandemia; cuándo se puede declarar el primero y cuándo el segundo, pero siempre respetando que, si las restricciones son de tal intensidad que suponen la suspensión de derechos, se precisa el estado de excepción, el de la pandemia. Es la única manera de que la gestión se lleve a cabo respetando las exigencias del Estado democrático de Derecho, o sea, las de la Constitución. Lo peor de la distorsión retrospectiva o del bizantinismo es no aprender las lecciones de la estupidez, las de la banalidad de la arrogancia.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho administrativo.

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