Banalización generalizada

El sentimiento de culpabilidad judeocristiano no propicia el ánimo para muchas alegrías, e incluso puede incitar a la tristeza. Eso de ir arrastrando, desde el mismo momento de nacer, con la pesada carga del pecado te coloca más cercano a considerar la vida como un valle de lágrimas que como una divertida verbena. Esa tremenda metáfora -«valle de lágrimas»- que se inserta en el Salve Regina, parece que proviene de un valle que existía en Israel, llamado así, Valle de Bakah, que significa llanto o lágrimas. Menos mal que al nacer no tienes raciocinio ni comprensión, pero si fuera de otro modo, y te explicaran lo que te aguarda, no faltarían quienes querrían volverse al útero materno y evitar la aventura.

A medida que avanza la madurez, y las personas armonizan sus creencias o su falta de creencias con sus valores y comportamientos, suelen limarse los fundamentalismos ásperos y normalizándose algunas exageraciones. Es entonces cuando algunos placeres no se consideran algo maldito y aparece el Valle del Hedonismo. Al fin y al cabo, la vida suele ser un tránsito continuo de un valle a otro, y si una visión pesimista te puede ensombrecer la biografía, creer que todo placer es un bien incita a que banalices eso que denominamos virtudes, y que son tan necesarias como imprescindibles.

La sociedad capitalista, con sus objetivos de consumo, es capaz de frivolizar cualquier hecho o conmemoración, véase el ejemplo de las no tan lejanas Navidades, en las que el origen de la festividad que se conmemora queda sepultado por un consuno tan continuado, que casi avecinda con la obscenidad. Pero no hay problema mundial, grave o profundo, que no se banalice y se convierta en producto comercial.

El hambre y la pobreza, por ejemplo, son esas lacras con las que te tropiezas de vez en cuando y te producen malestar de conciencia. Es cierto que antes morían muchos más millones de personas de hambre que ahora, pero mientras no hay semana donde no aparezca en la pantalla del televisor ese niño desnutrido al que sólo parece que le tienen cariño las moscas, tampoco pasa día sin que la sofisticación culinaria no se cruce en tu camino, y no sólo en su aspecto de refinamiento, sino en muchas ocasiones en el de la afectación por la afectación, en la búsqueda del ocultamiento de la naturalidad, en el barroquismo de marear la perdiz, pero no en la cazuela, sino en la desestructuración del mismo animalico, que es que de tanto desestructurar han desestructurado hasta los platos, y alguna vez te dan un trozo de pizarra, con lo práctico que es el plato de toda la vida.

La pobreza sigue existiendo. También en menos porcentaje, pero son millones de seres humanos quienes la sufren. Y una de las características de quienes son pobres, pero han salido de la pobreza extrema, es la dignidad en el atuendo. Siempre me ha sorprendido, por ejemplo, la limpieza con la que visten los subsaharianos y, en el caso de las mujeres, su vistosidad. Y recuerdo, de niño, en la posguerra, el drama que suponía un desgarro en el traje -y escribo «el» porque sólo había uno- y las pesquisas para encontrar una costurera con la suficiente habilidad para reparar el destrozo con un zurcido casi invisible. Bueno, pues a diario, en la temprana mañana, cuando a pesar del cambio climático el termómetro está bajo cero grados, me encuentro con jóvenes de uno y otro sexo que pueden llevar sofisticados abrigos de plumas, pero también unos pantalones vaqueros, donde a la altura de la rodilla y, al principio del muslo, hay unos desgarros evidentes, con lo que calculo que llevan las extremidades inferiores bastante ventiladas. Estos pantalones que, hasta finales del siglo pasado sólo los podían llevar gente abocada a la miseria, son moda desde hace unos años y, naturalmente, se venden ya rotos a un precio bastante superior a los comunes de siempre, es decir, a los que aspiraban tener los pobres para cambiarlos por sus andrajos.

Y, si somos capaces de banalizar la pobreza, tampoco se nos va a resistir uno de los jinetes del Apocalipsis: la guerra.

No hace mucho, un viernes por la noche, camino de mi casa, vi a un grupo de personas jóvenes que, al principio, me asustaron, no por su actitud agresiva, sino porque la mitad de ellos iban vestidos con ropas de camuflaje. Fueron dos o tres segundos, porque enseguida comprobé que estaban de botellón, pero así, al pronto, creí que me había metido en medio de unas maniobras militares. Y no acabo de entender que estos chicos -y chicas- a los que si se les impusiera el servicio militar obligatorio se manifestarían por las calles, al grito de «Más ron, de momento, y menos armamento», de forma voluntaria compren prendas relacionadas con una actividad que requiere muchos sacrificios, que no tiene nada de divertida, y en cuyo cometido algunos encuentran la muerte. Sólo se explica por la frivolización de la actividad militar, por la ignorancia sobre su fundamento, la misma con la que se asocia al militar con el autoritarismo, y que, no hace mucho, llevó ante los tribunales a dos jóvenes que golpearon a un militar por el mero hecho de llevar su uniforme.

Y no pretendo dar la monserga sobre valores, ni hacer mención a que no oigo a empresarios talludos alabar la honradez de alguno de sus empleados, ni que la bondad y entrega hacia los demás produzca una pizca de admiración o reconocimiento, no. Lo que observo con preocupación es que se banalizan hasta esos actos que algunos consideramos fundamentales, y no es raro que, pocas semanas después de haber asistido a una boda, te enteres de que los felices contrayentes se divorciaron al poco tiempo de regresar de la luna de miel. Lo que resultaba bastante raro, no diré que sea habitual, pero su frecuencia me parece uno de los síntomas de esa banalización generalizada, donde parece que cualquier decisión es un mero juego, desde la elección de los estudios hasta la ruptura de un compromiso, y se olvidara esa tradicional metáfora de que nuestra vida, como la corriente de los ríos, siempre va hacia adelante, camino de la desembocadura y no tiene marcha atrás.

Es un latazo impresionante y, sobre todo, no es justo vivir agobiado por un sentimiento de culpa y pendiente de una divinidad tan ubicua que es capaz incluso de fisgar al adolescente que cae en la tentación de Onán. Como lo viví, conozco esa faceta desagradable. Pero tampoco me resulta grato este bandazo pendular, donde ni la misericordia sobre nuestros padres, ni la responsabilidad que adquirimos al tener hijos, parezcan considerarse asuntos trascendentes. Al lado de ello casi parece consecuente que la guerra, el hambre y la miseria de trescientos millones de personas puedan convertirse en un motivo de pasarela, en un síntoma de esta banalización generalizada.

Luis del Val es escritor.

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