Banalizando el mal

Por Antoni Puigverd (LA VANGUARDIA, 03/07/06):

Hannah Arendt participó como observadora en el proceso que tuvo lugar en Jerusalén contra Adolf Eichmann, jerarca nazi que, con impecable eficacia burocrática, mandó a los hornos crematorios a centenares de miles de judíos. El ensayo La banalidad del mal: Eichmann en Jerusalén es fruto de esta experiencia. Al leerlo, muchos judíos creyeron que Arendt relativizaba la culpa del burócrata nazi, cuando, en realidad, la pensadora estaba revisando a fondo la percepción de la maldad humana. Arendt no absuelve a Eichmann, pero demuestra que, para ejercer el mal, no es necesario ser un monstruo, un malvado o un bárbaro. Basta con ser un buen padre de familia y un funcionario meticuloso. Una persona cualquiera, un tipo perfectamente banal,puede ejercer la maldad más pura si se encuentra dentro de un mecanismo político o social que le empuja a actuar sin pensar.

La reflexión moral sobre el mal absoluto del nazismo no cuajó en el pensamiento político europeo inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, sino mucho más tarde. Transcurrieron décadas, por otro lado, antes de que las sociedades democráticas condenaran el otro modelo de mal absoluto del siglo XX. Con la excusa de reeducar a los ciudadanos de la URSS para construir una nueva humanidad, el comunismo encerró en los impensables mataderos del gulag siberiano a los disidentes y a los sospechosos de disidencia. Hasta que todos los ciudadanos se convirtieron en sospechosos. Las gigantescas matanzas de los siniestros jemeres rojos, la genocida caza del tutsi que embriagó a los hutus en Ruanda, así como los episodios de limpieza étnica en los Balcanes responden al mecanismo que Hannah Arendt describió como la "banalización del mal": los tipos más entrañables, el taxista o el farmacéutico ejemplares, la maestra o la enfermera vocacionales pueden convertirse, atrapados en una determinada espiral política, social y mediática, en implacables asesinos, en repugnantes actores de la barbarie más extrema.

Es importante retener el fondo último de la reflexión de Hannah Arendt: no importa si el pretexto ideológico es malintencionado o bienintencionado. No importa si es agresivo o defensivo. No existen diferencias ideológicas perceptibles a la hora de empujar hacia la barbarie a los entrañables ciudadanos. Construyó el nazismo un mecanismo social, político y mediático que condujo a la banalización del mal sirviéndose de una ideología que partía de una premisa aberrante: la superioridad racial de unos sobre otros. Pero lo construyó igualmente el comunismo presentando el bondadoso horizonte de una sociedad igualitaria (visión idealizada que pervive en Catalunya a causa del prestigio que adquirió el PSUC al liderar el combate antifranquista por la libertad). También el fanatismo religioso ha activado parecidos mecanismos de banalización del mal (los sigue activando: islamismo). Y el nacionalismo, por supuesto, como las restantes ideologías totalizadoras.

Durante las últimas décadas, no pocos vascos entrañables han coqueteado con la barbarie. Sin llegar, claro está, a los horrendos extremos que acabamos de reseñar. Pero justificando, por acción u omisión, el asesinato, el chantaje y la marginación de muchos convecinos que, por razones políticas, culturales o raciales, no participaban del ideal patriótico vasco o eran considerados directamente enemigos. Y ahora que el presidente Zapatero empieza formalmente las negociaciones para conseguir lo que se ha dado en llamar impropiamente la paz, es imprescindible recordarlo. Es imprescindible que el nacionalismo vasco en su conjunto asuma sus responsabilidades ideológicas y se atreva a dar el paso verdaderamente valiente que la coyuntura exige: entonar un sonoro y democrático mea culpa, como el que ya parcialmente y con cierta sordina litúrgica ha insinuado el lehendakari Ibarretxe pidiendo perdón a las víctimas del atentado de Hipercor.

El éxito de las negociaciones dependerá de muchos factores, algunos de ellos invisibles. Entre los visibles, está la debilidad etarra: sus dificultades económicas y orgánicas; la falta de horizontes de los presos; la aparición de un terrorismo internacional de nuevo cuño. Está también el guión catalán, es decir, la posibilidad de encontrar una salida política neutra: la ampliación del Estatuto vasco dentro de los flexibles límites constitucionales. El proceso dependerá, asimismo, de factores muy políticos. La jugada del presidente Zapatero es de alto riesgo, de carta única. Pero también la de Rajoy lo es. La lógica del poder judicial, por otro lado, puede romper el cántaro presidencial. Hay que contar, finalmente, con la peligrosa tozudez hispánica: esa cosa tan vasca, tan española, tan racial en el sentido franquista del término, del sostenella y no enmendalla.

Pero en el fondo de todos los factores, está la cuestión moral. Debe ser purgada públicamente la indiferencia con que el nacionalismo vasco se ha beneficiado (como ya insinuó hace años Jordi Pujol) de la existencia de ETA: mirando hacia otro lado cuando determinadas personas eran atacadas, organizando el vacío alrededor de muchas familias, burlándose de su disidencia y dejándolos solos ante el peligro. Para que las víctimas de ETA puedan tragarse el doloroso sapo de la negociación, los actores activos de la violencia y sus beneficiarios pasivos deben reconocer que han estado muchos años banalizando el mal.