Bankia: criminalidad sistémica y límites del derecho penal

Por fin ha llegado la sentencia de la madre de todos los casos derivados de la crisis que comenzó en 2008: el procedimiento por la salida a bolsa de Bankia. Todos recordamos lo que supuso lo que sucedió. Una entidad de crédito en origen pública, conformada en lo esencial por Caja de Madrid y Bancaja, que cayó con un estrépito formidable, generando un quebranto enorme a lo público, a la ciudadanía. Cómo pronosticó uno de los inspectores del Banco de España que intervinieron en una comunicación electrónica (que no en sus informes oficiales), se ha producido una “nacionalización de las pérdidas”, esto es, un traslado del daño a la ciudadanía, cuando, obviamente, las ganancias nunca se socializaron.

¿Fue un accidente? ¿Mala fortuna, la irrupción de una crisis mundial, como un tsunami? La Fiscalía —después de un cambio de criterio— no pensó así. Afirmó en el juicio que los gestores, con Rodrigo Rato Figaredo a la cabeza, antiguo posterboy del supuesto milagro económico de los Gobiernos Aznar López, habían ocultado deliberadamente la situación contable de la nueva entidad, tapando mediante operaciones de maquillaje los “activos” inmobiliarios tóxicos que lastraban su situación. En eso consistió el milagro Aznar/Rato: en una ya tradicional burbuja inmobiliaria hispánica que enriqueció a muchas personas próximas al PP, quienes, sin crear riqueza, especulando con suelo con ayuda de créditos muy cuestionables otorgados desde el entonces existente sector bancario público, supieron surfear la ola de la burbuja.

Se acusó a los gestores de haber alterado la contabilidad (un delito en sí desde hace algunos años) y de haber incurrido en estafa de inversores. La tesis está clara: no fue un accidente, fue un crimen.

La sentencia de la Audiencia Nacional niega esta tesis por completo: no hubo ocultación de lo tóxico, no se engañó a nadie en la salida bolsa. El argumento central está en que no podía haber nada torcido en la oferta de acciones, porque todo el proceso fue seguido muy de cerca por las instituciones que debían supervisarlo: singularmente, la CNMV y el Banco de España. Absolución.

Las reacciones a la sentencia eran previsibles: desde la abierta satisfacción del PP, que ve como se evita una nueva mancha en su reputación de gestión, pasando por la contenida insatisfacción en el PSOE (que lamenta perder una oportunidad de colocar otro rejón a su adversario) hasta llegar a otras voces, en Podemos, que hablan de justicia de clase, de que los ricos se van siempre de rositas.

La verdad es que esta sentencia y la que se dictó sobre las participaciones preferentes emitidas por Bankia contrastan vivamente con la resolución en el caso de las tarjetas black de Caja Madrid, condenatoria. De un lado, en el caso de salida bolsa y en el de las preferentes, lo que tiene todo el aspecto de un fraude masivo de proporciones gigantescas; del otro, en las black, conductas individuales que no pueden calificarse más que de miserables, reveladoras de una actitud, de una cultura, del pillaje, de rebañar todo a pesar de tratarse de personas muy bien retribuidas: pero con un efecto económico que no puede en absoluto compararse con la catástrofe de las preferentes o con la de la salida a bolsa de Bankia.

Sin embargo, desde un punto de vista jurídico-técnico, la divergencia en las resoluciones no puede sorprender. En el caso de las tarjetas black, se trataba de conductas individuales de pillaje alentadas por una dirección que quería consejeros mansos (y no todos cayeron). En los casos de las preferentes y de la salida a bolsa, las cosas son mucho más complicadas. Primero, porque el delito llamado a enfrentar este tipo de fraudes masivos e inversores, la llamada estafa de inversores, oculta —como se ha dicho por los expertos en muchas ocasiones, y sin que ningún Gobierno haya hecho nada al respecto— una especie de bomba lógica que en la práctica impide su aplicación: no es una estafa a inversores, sino un delito que consiste en falsear el folleto de emisión. Y nadie es tan tonto de hacer eso; el engaño va normalmente por otro lado, en la comercialización, como sucedió en la colocación del “producto” de las preferentes a miles de pequeños ahorradores, o se produce antes, en la formulación de las cuentas previa a la salida a bolsa. Segundo, y esto es lo decisivo, el tribunal afirma que los organismos de supervisión lo sabían todo y lo aprobaron todo.

En efecto: se trata de un caso de delincuencia sistémica. Todos los técnicos sabían que las preferentes eran basura y que el balance de la nueva Bankia estaba sobrevalorado. Lo sabían los reguladores, lo sabían en el Gobierno. Cuando lo que falla es el conjunto del sistema, no puede entrar el derecho penal. Está para las desviaciones individuales, para establecer el orden normativo. Cuando no hay tal orden, pedir que lo creen los tribunales de lo penal es el delirio último de la politización de la justicia. No le falta razón a Íñigo de Barrón cuando habla de un crimen perfecto: un crimen sistémico no puede ser un crimen.

Es cuestión de política. ¿Cómo presidía una entidad de crédito un político sin cualificación técnica con una conducta fiscal personal deleznable? ¿Qué relaciones existen entre el sistema bancario y los agentes políticos? ¿Quiénes —en demasiadas ocasiones— son las personas que integran los organismos de control? ¿Profesionales independientes y competentes o políticos de segunda y tercera aparcados?

Manuel Cancio Meliá es catedrático de derecho penal en la Universidad Autónoma de Madrid y vocal permanente de la Comisión General de Codificación.

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