Llegó a la Casa Blanca hace diecinueve meses dispuesto a inaugurar una nueva etapa de la política americana. Tras una campaña perfecta, logró la victoria en buena medida por su capacidad de entender la situación económica mejor que su rival republicano e inspirar moderación y unidad. Pretendía dejar atrás una presidencia que en ocho años dividió el país en dos bloques antagónicos, arruinó la economía y desprestigió la proyección de la superpotencia en el mundo. A cambio, las expectativas creadas en torno a la figura carismática del primer jefe de Estado perteneciente a una minoría racial en la historia de Estados Unidos fueron exageradas, rayando en el culto a la personalidad y la idolatría. Igualmente desmesurada fue la magnitud de los problemas que heredó —dos guerras y una economía al borde del colapso—.
El nuevo presidente decidió cumplir de modo inmediato con su programa de reformas (sanitaria, financiera, becas para estudiantes, rebajas de impuestos para clases medias y por supuesto el paquete de estímulo económico). Al no poder pactar con un partido republicano dispuesto a hacer una oposición frontal, optó por aprovechar la ventaja demócrata en el legislativo. Durante este año y medio, la actuación política del presidente Obama en ocasiones ha puesto de manifiesto su inexperiencia, por ejemplo en su primer intento de conseguir un valioso pacto sanitario sin tener en cuenta el vuelco que podía suponer la pérdida del escaño demócrata en Massachusetts.
Esta limitada experiencia de Obama ya había sido detectada a lo largo de la campaña presidencial, aunque en dicho contexto era una ventaja, porque permitía construir la utopía, vender frescura y estilo sobre sustancia y encarnar de este modo el sueño americano, siempre orientado hacia un futuro nuevo y mejor. Pues bien, la paradoja de estos meses ha sido que Obama ha logrado reformas no menores y en mayor proporción que la mayoría de los presidentes en su primer mandato, pero sus logros han menoscabado su capacidad de emprender en vez de acrecentarla. En el terreno legislativo, Obama ha actuado sin contar con pesos fuertes en el Capitolio que fueran sus aliados y protegieran su presidencia. En el ámbito de la comunicación, no ha sido capaz de explicar los resultados de sus trabajos, a pesar de sus buenas dotes para la pedagogía política. La pesada herencia recibida de George W. Bush ha acabado por ser un lastre. No solo ha movilizado en su contra a los republicanos, en cuyos márgenes extremos ha surgido un odio fanático hacia su figura, sino que ha desencantado a la izquierda de su partido, impaciente y crítica con la Casa Blanca, a la que acusan de ser demasiado pragmática.
La división en dos mitades del país ha empeorado a medida que el paro ha crecido y se ha extendido la sensación de que la recuperación económica esta vez tarda demasiado en llegar. Los malos resultados de las elecciones legislativas de ayer suponen un revés muy serio para Obama, que es en buena parte responsable del retroceso demócrata. No obstante, como político puro que es, con condiciones extraordinarias para el servicio público, ya ha empezado a reinventarse.
El movimiento del Tea Party, con el que simpatizan cuatro de cada diez votantes, ha marcado estas elecciones. Aglutina a americanos de clase media y baja que han perdido la fe en las instituciones de gobierno de Estados Unidos por el desbocado gasto federal y la angustiosa situación económica. Cuenta con algunos donantes individuales señalados, beneficiados por el reciente fallo del Tribunal Supremo que, en nombre de una mal entendida libertad de expresión, elimina entre otras las restricciones a las contribuciones de las empresas a las campañas electorales. Este movimiento ilustra una vez más la vitalidad democrática de EE.UU. y acentúa al máximo la tendencia libertaria y el discurso individualista, muy presentes en la historia norteamericana. Destacados analistas, como David Brooks, han señalado que no es un movimiento conservador, ya que no presenta programa más allá de la radical reducción del tamaño del Estado y la destrucción de la clase dirigente, como si Washington fuera un nuevo Londres imperial. En este sentido, choca con la tradición republicana de un gobierno federal limitado pero enérgico, cuyo mejor representante fue Abraham Lincoln. Si este movimiento sigue creciendo, puede acabar haciendo igual de daño a los republicanos que al bando demócrata. Tal vez por eso Karl Rove, el veterano estratega que urdió la doble victoria de Bush hijo, ha empezado a criticar a Sarah Palin, la política favorita de los del partido del té, cuyas aspiraciones presidenciales podrían facilitar un segundo mandato del presidente Obama.
El hoy derrotado Obama ha demostrado a lo largo de su vida una gran capacidad de recuperación. Tiene algo de apostador en situaciones difíciles, como ocurrió cuando inició su carrera política en Chicago y no consiguió suficientes votos de afroamericanos, o cuando se presentó a las primarias presidenciales aunque nadie lo tomase del todo en serio. Ya ocupa un sitio en la historia, pero sabe que desde hoy debe hacer todo lo posible para ganar de nuevo en 2012, reconstruyendo la coalición que lo eligió. Necesita afirmar su figura y su visión, de modo que su paso por la política norteamericana no se interprete solo en función del deseo muy extendido de cambio que tuvo lugar al final de la presidencia anterior.
Como hizo Bill Clinton una vez que su partido perdió el control del legislativo en 1994, Barack Obama podría intentar ser en lo sucesivo más presidente, elevarse por encima de los partidos y aprovechar así sus mejores cualidades, aquellas que le llevan a ser un símbolo nacional y un arquetipo de una generación de votantes nuevos, los de la generación del milenio, volcados en la autoexpresión en las redes sociales y decisivos hace dos años. Esta reinvención de Obama no será fácil porque la aguda división del país en dos mitades no deja mucho resquicio para triunfar como estadista moderado y centrista, pero no es imposible. La situación de bloqueo legislativo, con la Cámara de Representantes en manos republicanas y el Senado todavía con mayoría demócrata, le debería permitir desgastarse menos y exponer la falta de un proyecto claro de sus rivales a la hora de tomar medidas económicas y sociales contra la crisis. Mientras expone a los republicanos como el partido del no, esperará la ansiada recuperación económica, clave en los comicios de 2012, y podrá seguir empleando el no despreciable poder regulatorio del Ejecutivo. Las normas y costumbres que regulan la presidencia de Estados Unidos posibilitan además la encarnación en una persona de los ideales de la gran nación norteamericana, en buena parte por la gran responsabilidad que atribuyen al presidente en política exterior y en defensa, y, previsiblemente, Obama dedicará más esfuerzos a estas tareas.
Henry David Thoreau, uno de los escritores que mejor formularon el individualismo del alma americana, escribió a mediados del siglo XIX: «Si un hombre no camina al mismo paso que sus compañeros, tal vez es porque oye una música diferente». Barack Obama tiene esa capacidad para percibir lo nuevo y lo cambiante, pero también para hacer que esa música distinta le lleve otra vez a ser admirado por los suyos.
José M. de Areilza Carvajal, titular de la cátedra Jean Monnet - Instituto de Empresa.