Barça: ejército simbólico y corrupto

Manuel Vázquez Montalbán fue quien ofreció al Barça la definición épica de «desarmado ejército simbólico» de Cataluña. El célebre autor de las novelas de Pepe Carvalho escribió en 1969 en la revista Triunfo la crónica sentimental que se sigue utilizando hoy para hagiografiarlo como el órgano emocional de penetración popular del nacionalismo: el Barça es un «médium» que «establece contacto nada más y nada menos que con la propia historia del pueblo catalán»; «en la supervivencia del Barça se ha consumado uno de los escasos salvamentos del naufragio. Es el Barça la única institución legal que une al hombre de la calle con la Cataluña que pudo haber sido y no fue». Muchos años más tarde, Vázquez Montalbán también dejó escrito que esa consideración de més que un club «era la única manera de justificar que el Madrid ganara más ligas por culpa del centralismo arbitral».

Barça: ejército simbólico y corruptoEl Barça fue más que nunca ese «médium» en los años previos al 1-O: la conexión se dirigía ya hacia un timbre de gloria. El fútbol límpido y fascinante del equipo de Guardiola y Messi, sus éxitos europeos y su rivalidad con el Madrid de Florentino Pérez sublimaron el nuevo espíritu de los tiempos y contribuyeron a crear un ambiente propicio para que el nacionalismo visualizase el momento de superar una fase histórica. El descubrimiento esta semana del escándalo más grave de la historia de nuestro fútbol, por el tosco método de comprar influencia sobre los árbitros de La Liga, completa el paralelismo con los aspectos más turbios y oscuros de aquel proceso político de degradación: estamos ante la versión deportiva de la corrupción sistémica del nacionalismo catalán, de Pujol al 3%, del Palau a Santa Coloma.

El Barça contaba con todos los elementos: la conciencia de representar un hecho diferencial que legitima la corrupción y es la pretendida garantía de su impunidad; el resentimiento revanchista hacia un antagonista histórico más poderoso y presuntamente expoliador; la atmósfera espesa de la omertá, y al fin, ese genuino victimismo obsesivo hacia los árbitros que también ahora todo lo explica: «No es casualidad que esto salga ahora, cuando vamos los primeros».

El daño moral hacia la credibilidad de la competición es demoledor. Irreparable si no se adoptan medidas contundentes y si no se cambia el discurso condescendiente. Ya es imposible recuperar la apariencia de neutralidad, desterrar la sospecha de que se adulteraron los partidos. Pero se espera al menos un compromiso ético. La densidad del silencio entre el resto de clubes tiene una elocuencia reveladora: «Es que a nadie le interesa». Qué vergüenza. Italia fue capaz de desairar a la familia más poderosa del país, propietaria de la Juventus, pero España no lo será ni siquiera de causarle una molestia al símbolo del nacionalismo catalán por hechos muy parecidos. El hartazgo ciudadano hacia ese privilegio sumará un baldón más y nuestro fútbol se pondrá de espaldas a la escala de transparencia, limpieza y civismo en la que cree la sociedad española.

Pocas veces ha publicado un periódico una pistola humeante de un caso de corrupción tan esclarecedora como el burofax que Esteban Urreiztieta y Orfeo Suárez nos descubrieron en la edición de EL MUNDO del viernes. Ahí está todo: ¿qué más hace falta? La admisión de su propia culpa, los métodos mafiosos de la extorsión y el chantaje, la propia personalidad de un sujeto acostumbrado a actuar de forma expeditiva. El tal Enríquez Negreira, número dos de los árbitros durante 25 años, ese mismo tiempo a sueldo millonario y opaco del Barça por asesorías a todas luces ficticias. ¿Qué otras «irregularidades» pueden ser las que él ha «conocido y vivido de primera mano» si no son las relacionadas con el arbitraje?

¿Acaso es creíble que quien se dirige en ese tono, con esa fórmula amenazante, sin temblarle el pulso, a quien le ha pagado a escondidas durante más de dos décadas y con cinco presidentes distintos, no tuviera influencia real sobre los árbitros? ¿Si Laporta le subió la asignación no sería porque tenía evidencias claras de que funcionaba? ¿Por qué se le dejó de pagar precisamente cuando dejó de ser número dos de los árbitros? ¿No se dan cuenta de que si Negreira fue durante 25 años la persona mandatada por el número uno, Victoriano Sánchez Arminio, para comunicar a los árbitros los ascensos y descensos de categoría -premios y castigos- es porque una sola mirada suya era la ejecución misma del poder? ¿Participaba Negreira o no en las designaciones? ¿De verdad pretenden hacernos creer que el hijo de Negreira acompañaba en taxi a los árbitros al Camp Nou para hacerles coaching o para construir una apariencia ante el Barça? Una información de El País mencionaba que la investigación ha comprobado «numerosas extracciones de dinero en efectivo». ¿Puede el fútbol español soportar estas preguntas?

La Fiscalía también investiga el desvío desde el club durante tres años de 728.000 euros a cambio de sospechosos «servicios educativos» a un directivo del Barça, Josep Contreras, que se dedicaba a la rehabilitación de viviendas. Lo muy llamativo aquí es que Negreira tuviera noticia de esas operaciones: «Habrá graves consecuencias si cuento cómo facturaba al club el señor Contreras». ¿Por qué lo sabía? ¿De qué estamos hablando? ¿Qué tiene que ver un árbitro con una empresa que reforma pisos? Contreras, fallecido estas Navidades, ya fue detenido en 2018 por beneficiarse de adjudicaciones irregulares desde la Federación Catalana de Fútbol y era una persona muy cercana al ex presidente de la RFEF Ángel María Villar. La sombra de Villar planea sobre todo el escándalo.

El fútbol ha sido el espectáculo más trascendente de nuestro tiempo, patrimonio sentimental de varias generaciones. Empiezan a aparecer síntomas de languidecimiento. La mercantilización excesiva está quebrando vínculos emocionales. Pero también ocurre que en su entorno se toleran conductas que ya jamás tendrían sitio en otros ámbitos de la vida: violencia, racismo y corrupción. El Mundial de Qatar fue un monumento a la miseria moral. Las comisiones entre Piqué y Rubiales en la Supercopa representarían la ruptura de cualquier mínimo estándar ético en la política o en la empresa. Descubrimientos como los de esta semana no pueden zanjarse sin graves consecuencias para sus protagonistas. Hágase: por tantos buenos momentos.

Joaquín Manso, director de El Mundo.

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