Barcelona busca el esplendor perdido

Las Ramblas, en Barcelona, en julio de 2021. Credit Joan Mateu/Associated Press
Las Ramblas, en Barcelona, en julio de 2021. Credit Joan Mateu/Associated Press

Los veranos olímpicos resultan especialmente nostálgicos para los barceloneses. Nos devuelven a 1992 y al momento en que la ciudad deslumbró con sus Juegos Olímpicos, aupándose al pódium de las grandes urbes del mundo. Si la melancolía es más intensa estos días es porque aquella Barcelona vanguardista, cosmopolita e insultantemente optimista está en decadencia. Quedó malherida por su propio éxito, políticos sin visión y una fractura social que se ha llevado el espíritu abierto que define a las elegidas.

Barcelona necesita un nuevo impulso, un proceso que debe comenzar con el reconocimiento de los errores cometidos.

No hay en la historia moderna de los Juegos Olímpicos una ciudad que aprovechara mejor el escaparate de la gran cita del deporte. Barcelona fue transformada para la ocasión: se recuperaron la playa, el puerto y los espacios públicos, se modernizó su transporte, se revitalizaron sus barrios y, de manera menos tangible pero igualmente importante, se abrieron las mentes. La capital de provincia pasó a ser una metrópolis global.

La factura del cambio fue grande, con un impacto e inversiones cercanas a los 20.000 millones de euros, pero la pagamos con gusto. No solo Barcelona, todo un país dio un portazo a su pasado y abrazó la modernidad aquel verano de hace 29 años.

La ceremonia inaugural de las Olimpiadas de Barcelona en julio de 1992. Credit Barton Silverman/The New York Times
La ceremonia inaugural de las Olimpiadas de Barcelona en julio de 1992. Credit Barton Silverman/The New York Times

La primera consecuencia fue el ascenso de la ciudad que inspiró a Antoni Gaudí a uno de los destinos más populares del mundo. Las infraestructuras atrajeron nuevos eventos, llegaron estrellas de rock y celebridades, inversiones, puestos de trabajo y prosperidad. Pero bajo la alfombra del triunfalismo ya entonces se asomaban, ocultos, los riesgos.

El turismo masivo desbordó a las autoridades, que primero lo abrazaron sin control y después lo presentaron como el enemigo. La actual alcaldesa, Ada Colau, llegó al poder en 2015 con la promesa de limitar su impacto. La intención era buena: frenar la gentrificación de los barrios históricos, el cierre de los comercios tradicionales en favor de tiendas de recuerdos o el cambio del paisaje, tomado por hordas de visitantes que acaparaban La Rambla tras descender de los cruceros atracados en el puerto. “La alcaldesa de Barcelona a los turistas: marchaos”, tituló la prensa internacional al resumir su política.

Santiago Tejedor, codirector del Máster de Periodismo de Viajes de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), cree que se envió el mensaje equivocado y que la estrategia debió centrarse en reformular la oferta, en vez de adoptar una actitud hostil hacia el visitante. “¿Creamos una urbe que “escupía” o que abrazaba a los visitantes?”, se pregunta Tejedor, quien acaba de publicar el libro Periodismo y viajes. Manual para ir, mirar y contar. “La ciudad, con sus gobernantes, mensajes, decisiones y medidas, entró en un letargo amurallado”.

La masificación coincidió con una degradación de los servicios, un aumento de la delincuencia, precios desorbitados de la vivienda y una epidemia de incivismo que fue tolerado durante demasiado tiempo por una alcaldesa que, sobre todo en sus primeros años, priorizó la ideología sobre la gestión. Pero antes incluso de la llegada de Colau, los políticos de la región habían escogido: localismo y catalanización frente a internacionalización. Barcelona fue utilizada como epicentro del pulso en favor de la independencia de Cataluña, con consecuencias calamitosas.

Las políticas lingüísticas tampoco ayudaron a consolidar el carácter cosmopolita barcelonés. En lugar de apostar por fomentar un verdadero trilingüismo, donde español, inglés y catalán convivieran, los políticos optaron por la utilización política de la lengua local. La normalización de su uso, amenazado durante la dictadura franquista, evolucionó hacia una imposición que hizo a Barcelona menos atractiva para profesionales extranjeros. La oferta cultural se empobreció cuando el arte y el ocio fueron puestos al servicio de la causa nacionalista.

La metrópolis internacional, poco a poco, ha ido desandando el camino que inició en vísperas de los Juegos Olímpicos: a veces pareciera que su aspiración fuera volver a ser solo capital de provincia. Y, sin embargo, ahora que los turistas dejaron de venir, alarmados por la pandemia del coronavirus, la ciudad ha descubierto que no es tan fácil vivir sin ellos: en 2020, los ingresos se redujeron un 90 por ciento y miles de familias se empobrecieron.

La herida fatal para Barcelona, sin embargo, fue anterior a la pandemia. Llegó con la crisis política que siguió al lanzamiento del proceso independentista. La ciudad quedó dividida entre favorables y contrarios a la secesión, las imágenes de graves disturbios se propagaron por el mundo y los inversores empezaron a mirar a otros lugares para llevar su dinero. Muchas de las 7000 empresas que han abandonado Cataluña desde 2017 tenían sede en la ciudad condal. La COVID-19 ha agravado la situación y también la percepción de que la mayor beneficiaria ha sido su gran rival, Madrid.

Para alguien que nació y creció en Barcelona, pero vive actualmente en Madrid, la competencia entre ambas siempre resultó absurda fuera del contexto futbolístico del clásico. España puede y debe tener dos o más ciudades de referencia, sin que el éxito de una tenga que afectar a la otra. Y, sin embargo, es difícil no relacionar la decadencia de Barcelona con el empuje madrileño. Ya antes de la pandemia, cada vez más amigos de Barcelona venían a la capital en busca de la cultura, la escena y las vibraciones que añoraban en su ciudad.

Madrid tiene sus propios problemas —polución, desigualdad, una gestión deficiente—, pero sus regidores han entendido que su ciudad no puede encerrarse en corsés ideológicos o dogmáticos si quiere competir con las metrópolis del mundo.

Colau llegó a la alcaldía catalana a la vez que Manuela Carmena, una jueza de izquierdas que durante sus cuatro años al frente del Ayuntamiento de Madrid impulsó un resurgimiento que ha continuado, pandemia aparte. La alcaldesa diseñó Madrid Central, en un intento de reducir el uso del coche, defendió nuevos proyectos urbanísticos a pesar de los recelos, incluso de sus socios políticos, y entendió que las ciudades no pueden estar al servicio de izquierdas o derechas, sino de los ciudadanos.

Colau tiene curiosamente en Madrid, la supuesta gran rival, la solución a muchos de los problemas de Barcelona. Tras ser reelegida en 2019, la regidora ha emprendido una serie de iniciativas con la que espera recuperar el pulso. Un nuevo empuje a la cultura, planes para potenciar una movilidad menos dependiente del coche o la actuación para sacar de la marginalidad a los barrios más pobres son parte de su proyecto.

Pero nada de ello hará la magia de devolver la ciudad a sus días de gloria si no va acompañado de una renovación del carácter libre, tolerante y abierto que precedió y siguió a los Juegos Olímpicos del 92. Eran tiempos donde nadie se preocupaba si el cartel de tu comercio estaba escrito en castellano o catalán, si eras independentista o lo contrario, de dónde venías o qué votabas. “De tanto mirarnos al ombligo, se nos olvidó mirar hacia fuera”, dice Santiago Tejedor.

Es hora de que Barcelona vuelva a abrirse al mundo.

David Jiménez es escritor y periodista de España. Su libro más reciente es El director.

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