Barcelona, julio de 1909

A primeras horas del lunes 26 de julio de 1909 el desorden comenzó a extenderse por Barcelona. Grupos de jóvenes y mujeres iban de fábrica en fábrica y de tienda en tienda, imponiendo su cierre –si es que no las habían cerrado antes sus propios trabajadores–, sin que nadie se opusiese. Al mediodía, el paro era total, a excepción de los tranvías, gracias a la tozudez de su director –Mariano de Foronda–, lo que provocó las iras de los huelguistas, que volcaron varias unidades. Las noticias llegadas de toda Catalunya eran también graves. En consecuencia, el capitán general –Luis de Santiago– declaró el estado de guerra, ante la extraña inhibición del gobernador civil –Ángel Osorio y Gallardo–, responsable quizá en buena medida de que lo que pudo haber terminado como un simple tumulto, se transformase en una grave sublevación.

Sus causas son sabidas –la llamada a filas de reservistas para enviarlos a la guerra de África–, sus desmanes tremendos –solo en Barcelona 21 de 58 iglesias quemadas, y 30 de 75 conventos destruidos–, y sus consecuencias políticas enormes –la caída del Gobierno de Maura y el principio del fin de la restauración–. Pero es evidente que un suceso tan grave no se explica por la incidencia de una sola causa coyuntural. Más bien parece que esta causa no es sino la gota de agua que colma un vaso ya a rebosar por una situación social insostenible. Máxime cuando, años después de la semana trágica, Barcelona –que ya era conocida como «la ciudad de las bombas»– se convirtió en el escenario de unas luchas obreras de gran virulencia que –de 1919 a 1923– enfrentaron a pistoletazo limpio a la resistencia sindicalista con la represión burguesa, encarnadas en los nombres de Salvador Seguí –el Noi del Sucre–, y Severiano Martínez Anido y Miguel Arlegui, respectivamente. ¿Qué le pasaba a Barcelona?

Aquella Barcelona era muy distinta de la actual. No era la «ciudad objeto» que es hoy, residencial y turística, volcada en los servicios y en el turismo. Era una ciudad industrial, sede de una de las pocas burguesías emprendedoras de la Península, que acogía –en consecuencia– una clase obrera numerosa y en estado de reivindicación permanente, causante de un enfrentamiento violento. Se ha repetido con razón que esta violencia fue, en gran medida, consecuencia de la negativa de los empresarios a convivir razonablemente con los trabajadores, a los que solo querían tener a su servicio, motivo por el que persiguieron con saña a las organizaciones obreras, por pacíficas que estas se mostrasen. Hay que tener en cuenta que las clases humildes vivían por aquel entonces, sin defensa posible, en condiciones casi inhumanas que estaba fuera de su alcance mejorar. No es raro, por tanto, que surgiese en ellas un odio profundo, transmitido de generación en generación, contra quienes les explotaban y, muy especialmente, contra la gran institución que formaba a los patronos y bendecía aquella situación de injusticia flagrante: la Iglesia católica. Con el añadido de que su limitada acción social estaba siempre impulsada por una motivación estrictamente catequística. Ante este estado de cosas, no es de extrañar que prendiesen en muchos obreros las palabras incendiarias de Alejandro Lerroux cuando decía: «Marchemos hasta conseguir que los hombres no necesitemos ni leyes, ni gobiernos, ni Dios, ni amos», y «no os detengáis ante los sepulcros y los altares: alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres». Y es lógico, por tanto, que la característica más sobresaliente de la semana trágica fuese la quema de iglesias y conventos, así como la profanación de tumbas de religiosos.

No obstante, el lerrouxismo no hubiese triunfado tan plenamente como lo hizo, pese a contar con el apoyo soterrado del Gobierno de Madrid, si, desde fines del siglo XIX, la burguesía catalana no hubiese dejado de ser –en palabras de Pere Voltes– «una clase social que arriesgaba vidas y bienes en defensa de la libertad y el progreso y se iba convirtiendo en una casta conservadora deseosa de no perder la posición económica adquirida y temerosa de la nueva ola proletaria». Josep Benet remacha la idea al decir que «el planteamiento político del nacionalismo catalán sufría un retraso de 50 años respecto de casi todos los demás nacionalismos europeos». «Catalunya no había tenido su 1848, ni social ni políticamente», añade.

El viernes 30, «aquella revolución que no había encontrado argumento» –en palabras de Amadeu Hurtado– estaba vencida, pero dejaba abierta en la sociedad catalana una profunda crisis provocada por la violencia desatada. Su miedo se concretó en una palabra –delateu– que apareció destacada en un periódico. Pero no fue la única voz que surgió. Joan Maragall –en su artículo L’església cremada– dio en la diana: «Destruint l’església heu restaurat l’Església, perquè aquesta és la veritable, aquesta és la viva, aquesta és la que es fundà per a vosaltres, els pobres, els oprimits, els desesperats, els odiadors…». Josep-Maria de Sagarra escribió en sus memorias que este artículo provocó un alto número de suspensiones en las cenas de la burguesía catalana durante la noche en que se publicó. La historia no había terminado ni de lejos.

Juan-José López Burniol, notario.