Barcelona: pactos contra principios

Ser hombre de Estado y tener principios no casa bien. O al menos no casa bien con tener principios sólidos, inamovibles, pues otra cosa son esos principios adaptables a cada nueva situación de los que hacía gala Groucho Marx. En ese universo de las promesas que deben ser cumplidas sólo rebus sic stantibus —esto es, en la medida en que no cambien las circunstancias— es donde se mueve la política responsable, la que no tensa la cuerda que sujeta los extremos y la que halla, para cada problema, un parche provisional.

Podría parecer que el párrafo anterior es irónico, pero en realidad no lo es.

Cuando nos situamos en el terreno de la política, la batalla entre las éticas deontológica y consecuencialista se ha decidido normalmente en favor de la segunda. Así lo podemos hallar ya en el nacimiento de la sociología, con la primacía que Max Weber dio a la responsabilidad sobre la convicción, o más atrás en los orígenes de la ciencia política, con los escritos de Maquiavelo a favor de los fines, o todavía más atrás en las crónicas utilitaristas de Tucídides, ilustre patriarca de la realpolitik.

La historia parece corroborar tanto la bondad de las políticas de principios líquidos como el peligro inherente a las políticas de principios sólidos. Las ideas del bien han hecho incomparablemente mucho más daño que las del mal, y todos los infiernos que los políticos íntegros han acabado construyendo sobre la tierra han sido pavimentados con sus buenas intenciones de levantar un paraíso.

Maximilien Robespierre, por ejemplo, quien no en vano se hizo acreedor del sobrenombre de El Incorruptible, fue uno de los políticos más íntegros que haya conocido Occidente. Le tocó vivir una época en que la acción política fundada en principios alcanzó su máximo apogeo.

Pocos años antes el ilustrado Kant había puesto los más sólidos fundamentos de la ética de los principios, y por entonces estaba cuajando lo que Destutt de Tracy definió por primera vez como "ideología" —fue él quien acunó este término—, un proyecto revolucionario de transformación política para reorganizar el orden social según los principios racionales compartidos por un grupo de ilustrados.

El corolario de la Revolución permitió comprobar que el perfeccionismo, en política, conducía a la guillotina, para propios y extraños. Por eso cuando Napoleón, el hombre de acción, el hombre de mundo, el pragmático hombre de Estado, se hizo cargo del desaguisado que era Francia tras la Revolución, lo primero que hizo fue echar pestes de los "ideólogos" y volver la mirada hacia personajes como Maquiavelo, cuya obra convirtió en lectura de cabecera y anotó con perseverancia y asiduidad.

Maquiavelo había separado Política y Moral, como siglos más tarde Hans Kelsen separó Moral y Derecho, y parece que ambos tenían razón, que los juicios de valor o los condicionamientos morales no tienen cabida en las decisiones de Estado o en los sistemas normativos.

¿Quiere esto decir que los principios no sean importantes? En absoluto. Lo que quiere decir es que los principios son demasiado importantes como para dejarlos solo en manos de los políticos. La política sigue un sistema normativo distinto del de la moral, y resulta positivo que así sea.

El buen político es el político que pacta con lo que hay. Su misión, en especial cuando funge de pactista, es en gran medida semejante a la del académico de la RAE cuando elabora el Diccionario: la función dominante no es prescribir, sino describir el estado de la lengua en un periodo concreto. La lengua surge de los hablantes lo mismo que los principios que constituyen una sociedad deben surgir de sus ciudadanos.

Para ilustrarlo con un caso concreto podemos fijarnos en lo que está sucediendo en Barcelona con el apoyo a la alcaldesa Colau como "mal menor". Desde un enfoque político, desde el posibilismo utilitarista, la defensa del pacto a favor de la alcaldesa se abre paso como la vía más racional entre quienes hasta ahora la han combatido por su populismo y sus simpatías soberanistas. Lo que es útil hoy por hoy es "lo bueno" en política, y la utilidad fundamental, que define la bondad del acto, la determina la necesidad de evitar el mal mayor del separatismo furibundo de Maragall, y la imagen de unión, ante la opinión pública internacional, entre el nacionalismo catalán y el izquierdismo.

Pero si abandonamos el enfoque político, pactista, la ética de los principios se toma la revancha. Como ciudadanos debemos actuar ante todo según los dictados de nuestra conciencia, sin que nada nos fuerce a sacrificar nuestra integridad en las aras de la razón de Estado. Un estadista chino puede justificar la masacre de Tiananmen según la ética de la responsabilidad, pero nosotros hemos de poder condenarla como un crimen. Con el "mal menor" de Colau sucede algo semejante.

El catalanismo que encarna la alcaldesa ha sido una herramienta mucho más útil para el logro de la hegemonía ideológica nacionalista que el separatismo. El catalanismo es un nacionalismo implícito, que comparte en esencia el mismo marco mental que el nacionalismo, pero que no se reconoce como tal, y al negar su condición nacionalista, desactiva las críticas, propicia el victimismo y favorece el ir avanzando sin resistencia, consolidando un incrementalismo estratégico que el nacionalismo explícito, sin disfraz, jamás habría conseguido hacer prosperar en Cataluña.

Actuar por principios exigiría no dar por bueno que ese veneno siga intoxicando Cataluña; pero el posibilismo político aconseja subordinar los principios al realismo político. Al igual que el gramático describe la realidad de la lengua, el político ha de pactar con la realidad social, y la triste realidad que hoy tenemos en Cataluña es la de una sociedad que lleva varias décadas sometida a un sistemático proceso de intoxicación, y que para recuperar la salud necesitará mucho tiempo y el concurso de la ciudadanía.

La educación en la mentira, el odio cultural, la imposición identitaria, la xenofobia o el privilegio para los de casa son síntomas de enfermedad social. Y como decía, los principios necesarios para sanarla son demasiado importantes como para dejarlos solo en manos de los políticos.

Fueron las manifestaciones ciudadanas de septiembre y octubre, no los políticos, las que pusieron pie en pared contra la amenaza secesionista. Asociaciones como Tolerancia, como Aixeca’t-Levántate, como Sociedad Civil Catalana, como S'ha Acabat! o como Cataluña por España, entre otras, siguen siendo las depositarias de esa ética de la convicción que no casa con el pactismo político.

Si en la política están los pactos, en ellas están los principios.

Pedro Gómez Carrizo es editor.

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