Barcelona se apaga

Es algo más que una metáfora. El apagón de Barcelona, más allá de la responsabilidad de esta o aquella empresa en el suceso, expresa con plasticidad la subordinación de valores que ha propiciado la clase política catalana que ha postergado la gestión y la eficacia en la administración de los intereses comunes al diletantismo ideológico, la endogamia política y la pelea por el control de los mecanismos de poder. Antes de que la capital de Cataluña hubiera de ser socorrida, esta semana, por el Ejército español, que transportó hasta allí decenas de generadores -¡quién lo hubiera dicho!- para paliar los efectos de un corte de suministro eléctrico que ha causado pérdidas millonarias y un muy negativo impacto de imagen de la ciudad a los quince años de los exitosos Juegos Olímpicos de 1992, otros sucesos advertían de la necesidad de que en aquella comunidad se recuperasen de inmediato las políticas de gestión y se situase en su lugar el debate identitario.

En Barcelona se ha hundido todo un barrio -el Carmelo-, las cercanías ferroviarias dejan colgados a cientos de miles de ciudadanos con una frecuencia inusitada; en el pasado mes enero se produjo el insólito desplome de un muelle en construcción del puerto de la ciudad que retrasará hasta dos años más la pretensión de ganar terreno al mar para mejorar así las prestaciones portuarias; las obras del aeropuerto del Prat -incluso el diseño de las pistas- constituyen un argumento para la pelea política más estéril y el debate sobre el modo en que el AVE ha de entrar en Barcelona -ya no llegará antes de 2012- demuestra que la urbe atraviesa por una crisis de seguridad -y por otra correlativa de vulnerabilidad- que los líderes políticos son incapaces de resolver.

A mayor abundamiento, los empleados de Red Eléctrica que deben cumplimentar los trámites necesarios para la futura conexión eléctrica con Francia (la MAT, o línea de muy alta tensión) que atraviese la frontera desde Bescanó a Baixás han de trabajar escoltados en seis municipios de Gerona ante la hostilidad ciudadana azuzada por determinados partidos políticos radicales. El ecosocialismo militante y el republicanismo soberanista -que se mueven en el discurso estético, alejado de las necesidades reales de la propia comunidad- han hecho causa para que esta infraestructura de interconexión, deseada por la Unión Europea y precisa para Cataluña y el resto de España, no se ejecute. Ya en 2001, el tendido de una línea para suministrar energía a la Costa Brava provocó entonces incidentes de consideración. En este relato no es excesivo recordar que ayer hizo un año que el personal de tierra del aeropuerto barcelonés protagonizó una huelga salvaje que quedó consignada negativamente en todos los medios de comunicación europeos. Dejémoslo aquí y olvidemos el penoso episodio del «tres por ciento» -supuesto cobro de comisiones denunciado en el Parlamento por Pasqual Maragall durante su etapa como presidente de la Generalitat y de lo que se tuvo que retractar- para procurar entender que está ocurriendo en Cataluña.

Muchos catalanes saben muy bien lo que está sucediendo: se ha producido una desconexión entre la clase política y la ciudadanía; entre las prioridades estrictamente políticas y las necesidades sociales; y Barcelona y Cataluña pierden competitividad, protagonismo y capacidad de referencia. Maragall lo explicitó en un célebre artículo periodístico en el que, bajo el título de «Madrid se va», incurría en el mismo escapismo que su correligionario Miquel Iceta: se constataba en aquel texto que Cataluña estaba perdiendo su particular carrera con Madrid, pero se atribuía la responsabilidad de la ventaja a privilegios o ineficiencias ajenas, nunca a las propias. Ahora, según el portavoz del PSC, el culpable del apagón barcelonés es Manuel Pizarro -qué sencillo, ¿verdad?-, cuando la realidad es que este grave incidente tiene que ver con una enorme multiplicidad de causas y carencias, muchas de ellas concernientes a las administraciones de Cataluña.

El victimismo nacionalista -y hay un catalanismo transversal de naturaleza nacionalista- hace que el común de los partidos e instituciones catalanas participe en un aquelarre quejumbroso que transfiere responsabilidades y culpas con una desfachatez llamativa. Aducir ahora determinados agravios en relación con la frustrada opa de Gas Natural sobre Endesa para sortear la furia popular por el apagón o descargar sobre Red Eléctrica y la propia Endesa y sus gestores la culpa de lo que ha sucedido para eludir la función tutelar de la administración pública, o insistir en el mantra de la insuficiencia de las inversiones del Estado en Cataluña, no evitará que la percepción general atribuya a la endogamia catalanista de su clase política una cuota de responsabilidad muy alta -sustancial- en el encadenamiento de graves contrariedades e ineficiencias en la comunidad catalana.

La política se mueve siempre en dos planos: en el aspiracional -la estimulación colectiva para el logro de ideales intangibles- y en el instrumental -el alcance de soluciones para problemas concretos y para cubrir necesidades previsibles. Los dirigentes catalanes, con más voluntad que acierto, han descargado todo su énfasis en el primero de los planos, dejando de lado las exigencias de eficiencia que la ciudadanía demanda. A las pruebas hay que remitirse: el Estatuto catalán no llevó a las urnas para su ratificación ni a la mitad del censo electoral; los Gobiernos de Rodríguez Zapatero han contado en Industria -precisamente en Industria- con dos ministros de la tierra, José Montilla y Joan Clós; las relaciones entre la Generalitat y el Ejecutivo central siguen dirimiéndose a golpe de recurso ante el Tribunal Constitucional y nada ha resuelto -sino todo lo contrario- la avalancha discursiva de lo identitario sobre la naturaleza gestora del mandato político democrático.

Barcelona se apaga mientras se alumbra Madrid, pero también Valencia. ¿Razones? En la capital de España y en la de la comunidad levantina la concepción política de sus dirigentes ha disminuido la ideologización de sus programas y les ha inspirado un doble designio: compromiso de ejecutar iniciativas útiles -servicios, infraestructuras, dotaciones- y de llevarlas a efecto sin modelos excluyentes o sectarios, con un entendimiento social en el que prima la ciudadanía como referencia de legitimación sobre la ideología como una especie de patente de preeminencia ciudadana.

La lección del apagón en Barcelona es muy sencilla si quiere entenderse el suceso como algo más y algo distinto a un desgraciado accidente. Cuando el hecho desencadenante -la caída de un cable de alta tensión- se aísla de todo un proceso anterior de reveses colectivos que afectan -para mal- a la sociedad catalana, se comete el error de la simplificación y se incurre en un análisis poco abstracto y general de un itinerario comunitario marcado por hitos negativos. Y no es bueno que Barcelona se apague, sino que vuelva a brillar y que lo haga sin simulaciones -como esa del Foro de las Culturas-, sin discursos tramposos sobre sus propias responsabilidades y sin omitir que su espacio natural no es el que le reduce a los límites que quiere un nacionalismo empobrecedor sino el amplio y prometedor que propone una inserción efectiva y emocional en una España cuya fuerza está en el esfuerzo unitario de un proyecto compartido en la libertad y la colaboración.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.