Barcelona, un epílogo inconcluso

En 2016, con motivo de las fiestas de la Mercè, Pérez Andújar pronunció su pregón. Quizá todavía se recuerda el acaloramiento del independentismo, pues el citado autor no militaba, ni milita, en ese movimiento político. El escritor nos habló a los barceloneses de quioscos, novelillas, tebeos, el Gato Pérez, Cervantes y los diversos undergrounds de los 80. Aunque fueran agradables unas palabras ajenas al ubicuo procés, nuestro pregonero rescató una ciudad ya inexistente. Era un alegato melancólico, una crónica de la Barcelona estupenda y desordenada, rica, compleja, que vivimos en los años 80, 90 y parte de los dosmil. Pero que está muerta y enterrada.

A los barceloneses parece gustarnos el calendario, marcar fechas como un antes y un después simbólico. Hasta la náusea ha sido enarbolada la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 que hizo estallar un clamor de libertad nacional, según los panegiristas de aquel Estatut que nadie pedía, al menos en la calle. Eso tiene poca importancia, había que establecer un hito y echar a caminar hacia la gloria. Bastante antes de eso, la ciudad se había refundado con la fecha de 1992. Los socialistas, que gobernaban el Consistorio, tuvieron las hechuras de formar cordialidades bajo un espíritu que podría recordar a la Transición; y un antiguo franquista nos consiguió unas olimpiadas como cosa regeneracionista. Ya desde mediados de los 80, Barcelona contenía una admirable panoplia de mundos, algunos antagónicos, que la hacían en suma interesante: vida literaria, desorden portuario, instituciones antiguas, músicas modernas, libertinajes desbocados, mil vericuetos por donde uno podía transitar cual aventurero en busca de inspiración.

Las geografías humanas de aquella urbe están documentadas en el recuerdo de muchos barceloneses, como una nostalgia. Las Ramblas habían sido una columna vertebral, la calle larga donde pasaban todas las cosas remarcables, ya fueran bodas, funerales o mítines políticos. Una referencia interclasista, se piense que por allí se había visto a La Moños, mendiga de larga y trágica memoria, y a los señores y sus señoras elegantes que bajaban hasta El Liceo tanto a escuchar ópera como a observar a sus semejantes de clase. Las Ramblas fueron el memorial de todas las riquezas antropológicas de Barcelona, su escaparate. A partir de ella, las calles perpendiculares formaban ramas que conducían a mundos y lugares variadísimos, comercios y profesiones de toda ralea. Diamantistas, chaperos y vedettes; limpiabotas, pitonisas y libreros.

Cada época tiene sus tipos humanos; en el recorrido de los últimos 30 años, ese torcido bulevar ha acabado siendo una larga muestra de trivialidades turísticas, el producto repetido en cualquier localidad de veraneo. Souvenirs, paellas congeladas y horrorosas estatuas vivientes, para disfrute del paleto internacional (no sería éste patrimonio español, como inspira nuestra barroca autoestima). Dos o tres excelsos moribundos, el mercado de San José por ejemplo, se ahogan entre multitudes con móvil en una mano y zumo de frutas en la otra. Los barceloneses han ido dejando de lado la vieja costumbre de bajar a las Ramblas una tarde a pasear, cuando invariablemente el paseo reservaba alguna sorpresa, ya fuera un hombre cantando arias sobre un cajón u Ocaña en una de sus espontáneas e irreverentes procesiones.

Se ha dicho, y creo oportuno recordarlo, que las comunidades se rigen por un juego de espejos, me refiero a la relación imaginaria entre sus élites y las clases medias y bajas, especialmente las medias. En los tiempos de efervescencia barcelonesa, con el 92 como motor y emblema, la burguesía (a la que pertenecían los dirigentes socialistas; el caso de Maragall, paradigmático) hizo buenos negocios y permaneció discreta, aunque Pujol tuviera algún ataque de provincianos celos. Los ciudadanos bautizaron entonces un orgullo, la convicción de ser barcelonés por encima de catalán y español. Mientras, el padre de la patria, nuestro Atatürk silencioso, hacía sus amadas excursiones, fent pais.

Después de aquella larga y fructífera fiesta en que a Barcelona se la puso guapa para que todo el mundo la viera, comenzamos a pagar algunos platos. Todo tiene un precio. Y el barcelonés, con su secular carga melancólica, fue apaciguando el orgullo, o transmutándolo. En efecto, fueron cerrando los quioscos, el cómic sucumbió al manga, el jazz se eclipsó y los rectores políticos comenzaron a hacer grandes tonterías. Una monumental resaca metafísica con el Fórum de las Culturas como analgésico inútil. Los socialistas gobernaron unos años más, gracias a pactos con nacionalistas y antisistemas de Porsche en la puerta y cenas en el hotel Arts. No hay espacio aquí para ilustrar la mediocridad, el oportunismo y las excentricidades que los dirigentes del tripartito regalaron a Barcelona, las pruebas tangibles de un hundimiento cultural. Incluso el partido del nacionalismo tuvo en el doctor Trías la ocasión de regir esta plaza de raros paisajes, algo que los barceloneses conservaban en su imaginario como un imposible. Se estaba ya pergeñando el procés y la municipalidad y los intereses generales de la ciudad quedaron atrapados en esa endiablada dinámica.

¿Dónde están las energías del mejor barcelonismo (no hablo de fútbol)? "Barcelona tiene que ser una gran capital", le decía Isabel Llorach al cronista Sempronio, en la difícil posguerra. Aquellos oros de Barcelona, en que los hijos del señor Esteve se hacían cultos, melómanos y coleccionistas, repasaba Cela muchos años después. Aquí se podría desgranar una acusación, un proceso general a los barceloneses, y la burguesía no quedaría muy bien parada. Ha dimitido de su papel, sólo le ocupa el patrimonio familiar y comer bien. Ha dejado de comportarse como una clase cosmopolita para hacerlo a la manera de aquellos ricos endogámicos y cerriles de Balzac. En cuanto a los hijos de la sociedad que construyó, las clases medias del vermut los sábados a mediodía y la comida familiar del domingo antes del partido, parecen vivir un síndrome del extranjero en una ciudad que ya no reconocen en los términos de antes, un recuerdo más afable.

Luego está la cuestión del ambiente general, del que Barcelona no es impermeable, claro está. Incluso, sospecho, pueda ser vanguardia. Reculemos un poco: la izquierda infalible desapareció en 1989 y el público, extraviado, se volvió ignorante, como afirma Berselli. En cuanto a la derecha, dejó hace mucho de existir como agente cultural. Ambas, derecha e izquierda, son ya sólo rémoras ideológicas. El intelectual de hoy no lee prácticamente nada, como máximo hojea. Además, da la espalda a lo que considera vulgar: pretende ejercer de guía despreciando a su público, consumidor de productos de masa. El fantasma de la Barcelona muerta, amada, es recia intimidad; la clase de fruslería que apreciamos los pueblos bañados por el Mediterráneo. Las élites intelectuales decían sus cosas, las económicas se gastaban parte de su dinero en proyectos cívicos (el positivismo burgués), las políticas tenían un sentido de la municipalidad y todo el resto estaba encantado con que los dejaran bastante en paz. Un concepto del liberalismo.

En mi opinión, el motor de deseo que llevó hasta el báculo a Colau, una parodia de todos los anteriores dramas, fue la melancolía. Y es la melancólica improductiva la que nos ha traído hasta donde estamos: un perfecto estado de enamoramientos y rupturas. Hoy el barcelonés tipo sería el Jean Folantin de A la deriva y su periplo parisino de mesa en mesa en busca de comida regeneracionista. La burguesía, clase que tiene los medios culturales y económicos para transformar, causa baja de su tradicional responsabilidad histórica. Da igual si ha exacerbado su catalanismo. Se encuentra retirada en sus ambientes, intentando no hacerse daño con el procés. Ahí irrumpe la nueva política, una madre salvadora, con sus precariedades y ensimismamientos. Muchos barceloneses debieron pensar que cualquier cosa nueva, desconocida en todo caso, podía ser una solución para la ciudad. Hubo también el desmedido ingrediente de la patada en el culo a los políticos, cosa muy española. En esas circunstancias, no se preocuparon ni de mirar el currículo de la señora candidata antes de depositar el voto. Ahora todo son lamentos, mientras la luz de Barcelona, abierta, democrática, siempre algo ingobernable, va debilitándose.

Carlos García-Mateo es escritor.

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