Bardem y los cómicos

Tal y como decía Groucho Marx, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna... El Oscar al mejor actor secundario no es una pequeña cosa, sino un premio gigantesco, pero no por ello ha de sentirse infeliz Javier Bardem, el primer actor español que lo gana. Ni siquiera Groucho pudo conseguir un Oscar propio de ese tamaño, pues el que le dieron a él, en 1974, era uno de esos llamados «honoríficos» y lo tuvo que compartir, además, con sus tres o cuatro hermanos. Alguien tan lúcido como él no tardó mucho en ver las posibilidades de ese Oscar: «Ahora mismo voy a empeñarlo», dijo durante la ceremonia.

Javier Bardem no tendrá, tal vez, el ingenio de Groucho, pero sabe tan bien como él para lo que sirve en realidad ganar un Oscar. Ha sabido ganarlo. Ha sabido recogerlo. Ha sabido agradecerlo y celebrarlo. Luego, lo normal es que sepa también qué hacer con él a partir de ahora. Incluso aparentó saber desde el comienzo que ganarlo o no ganarlo lo dejaría a él situado en el mismo lugar. Ser humilde es, según qué circunstancias, muy complicado; pero, parecerlo al menos, es una mera cuestión de educación. Sin llegar, claro, a esa frase presidencial digna también de Groucho de «A mí a humilde no me gana nadie».

Ganar algo que merece la pena nunca es fácil, pero en el caso de Javier Bardem y de este Oscar la complicación era máxima, pues su personaje en la película «No es país para viejos», de Joel y Ethan Coen, no hay por dónde cogerlo: interpreta a un asesino despiadado, que cruza la pantalla con una sola misión, matar, y que no se plantea ni por un instante el hacerse un solo socio entre los espectadores, al menos entre los mínimamente sanos. No es, pues, un personaje atractivo, sino lo contrario, repugnante. Encarnarlo no era fácil, y ganar un premio por ello, mucho menos.

Los mayores éxitos interpretativos de Bardem suelen ir precedidos de la curiosa circunstancia de que el actor desaparece casi por completo dentro del personaje: se va Bardem y aparece el otro. Reynaldo Arenas en «Antes que anochezca», el parado «Santa» de «Los lunes al sol», Ramón Sampedro en «Mar adentro»... La capacidad de mímesis de este actor es sorprendente, hasta el extremo de que algunos consideran que hay más labor de imitación que de interpretación en su modo de acercarse al personaje. Sólo hay que ver cómo imita, o interpreta, a Pedro Almodóvar para percatarse de sus capacidades en este sentido. Para hacer al asesino implacable Antón Chigurh, el propio Bardem aseguró haberse inspirado en George W. Bush, lo cual (aparte de lo que tenga de provocación y hasta de bravata, pues lo dijo allí, en Estados Unidos, mientras le entregaban un premio) indica que siempre busca un cuerpo o un alma en el que fijarse y esconderse.

Pero si Anton Chigurh ha ganado un Oscar siendo un tipo despreciable, Javier Bardem lo ha empuñado y agradecido con una dignidad y una nobleza extraordinarias, en inglés y en español, y con un recuerdo a su madre, a los suyos, los cómicos, y a toda España, con lo que nos ha hecho a todos un poco partícipes de su éxito. Este arrebato de lo propio quizá pueda parecer algo floclórico y «desfasado», pero dadas las circunstancias fue, sin duda, una fórmula acertada. En otras ocasiones, Bardem ha esgrimido en público un discurso precipitado, inadecuado o hasta grosero (insultar a un presidente en su propio país, y no sólo me refiero a Bush), pero para ésta de recibir el Oscar decidió apoyarse en palabras más maduras y discretas, y probablemente incluso más provocadoras aquí, donde resulta más comprometedor hablar bien de España que mal de Bush. Y como recompensa por su audacia le gastaremos un par de bromas a propósito de su personaje y de su película:
Es curioso, pero dos de los grandes personajes cinematográficos del año se han llamado Anton, éste que interpreta Bardem, Anton Chigurh, y el magnífico Anton Ego, el terrible crítico gastronómico de «Ratatouille». Dos dibujos perfectos. Y en un par de imágenes mezcladas de ambos se podría ver la llegada a Hollywood y la ascensión hasta la escena de los Oscar de Javier Bardem. Dos tiempos: el del gesto duro y hosco de Chigurh cuando lanza la moneda al aire para decidir si mata o no mata al tipo de enfrente... Y el otro, ya con el Oscar en la mano, tal y como le ocurre a Anton Ego con ese primer bocado de «ratatouille» que lo manda directamente a su infancia... Y ahí está Bardem, en lo alto del Teatro Kodak, con su Oscar en la mano y el bocado de «ratatouille» en la boca que le obliga a evocar lo mejor de sí mismo, su madre, su oficio, su país... Y en eso, en esa evocación delirante y apasionada, no hay «boutade», como en esas otras prédicas dislocadas que a veces le salen... Ahí está el Ego de Anton.

La otra broma que podría gastársele es que haya ganado precisamente él, siempre tan significado políticamente, un Oscar por su trabajo en una película titulada «No es país para viejos», y esto ocurra justo el mismo día en el que el tiranosaurio Fidel Castro deja como sucesor presidente a su hermano Raúl Castro y de vicepresidente primero al doctor José Ramón Machado Ventura, otro «histórico»... que suman entre los tres 235 años.

«No es país para viejos» ocurre en los Estados Unidos y tal vez podría ocurrir en cualquier otro lugar... Bueno, en cualquier otro lugar salvo en Cuba. Claro que esta broma que se le gasta a Javier Bardem no lo será, en cambio, para muchísimos cubanos que ven cómo los «comandantes» y «generales» ni se mueren ni se quitan las botas de pisar.

Aún no se ha dicho algo, aunque sabido, muy importante sobre Javier Bardem y su Oscar: lo ha ganado con el gran vehículo cinematográfico del año. «No es país para viejos» ha conseguido también el Oscar a la mejor película, al mejor director (los Coen) y al mejor guión adaptado (también de ellos, y sobre la novela de Cormac McCarthy). Lo cual es una ventaja, pero también un inconveniente: sobresalir entre lo excelente tiene sus complicaciones, y eso es lo que ha hecho Bardem, convertirse en el ariete de esta gran película.

La historia que maceran los Coen es terrible, paradigmática, crepuscular, aleccionadora y amoral; la componen tres hilos y de cada uno de ellos tira una reflexión: la de un hombre ambicioso y con la mala suerte de encontrarse dos millones de dólares en medio de la nada; la de otro hombre aplicado y formal en su trabajo, que consiste en asesinar y en poner un poco de orden en el Mal, y la tercera, la de un sheriff en el último tramo vital de lo que será su derrota, o la derrota de su mundo, un mundo que, como todos, se desmorona como ya reflejara inmejorablemente el viejo western.

Lo que narra en tonos ocres el eremita Cormac McCarthy se convierte en manos de los Coen en una película fronteriza, tanto en lo geográfico como en lo ético, en un viaje por el desierto, los moteles de carretera, los cafés desolados, siempre con el resuello del diablo en el cogote... mientras que ese tercer personaje, el narrador (que interpreta Tommy Lee Jones), será incapaz de impedir que la vida atropelle de modo violento la razón (y la narración, en un final desordenado y urgente, que se escabulle de nuestra mirada como la mano de un carterista)... Y en esta película seca, dura y querodea de un modo vaporoso las ideas de «país» y de «tiempo», Bardem, con un control absoluto y meritorio de su potencia física, con el raquetazo de su irónica gestualidad y con un impúdico sentido del humor levanta este impresentable personaje, lo acerca, lo viste, lo calza y lo peina (¡y cómo lo peina!) hasta dejarlo listo para llevarse el Oscar.

La película y la dedicatoria de Bardem al ganar el premio están, en el fondo, construidas del mismo material: una mirada de melancolía al propio pasado, un estado de ánimo que abarca el elogio de la profesión y el enaltecimiento de lo tuyo, una alabanza de la fortuna..., de encontrarla, de disfrutarla, de no aferrarse a ella.

E. Rodríguez Marcahante, crítico de cine.