Barreras lingüísticas

A lo largo de la historia se han construido murallas y sistemas similares, con fines no siempre defensivos. La muralla china (siglo V a. C.) protegía al imperio chino de los ataques de mongoles y manchúes. El muro de Berlín (1961-1989) para evitar la evasión a Occidente de ciudadanos de los llamados países de «socialismo real», en busca de libertad y mejores condiciones de vida. El muro EEUU-México (iniciado en 1994) trata de impedir la inmigración ilegal a EEUU desde los países del sur del continente americano. España, un gran imperio del pasado, necesitaba también su muralla (aparte de las medievales, que hoy sólo tienen fines turísticos) y ha optado como material de construcción por las lenguas o dialectos locales, estableciendo las barreras lingüísticas.

En los años 60 y 70 una de las mayores aspiraciones de los licenciados, particularmente en campos científicos y técnicos, era trabajar en las áreas industriales de Madrid, Bilbao, Barcelona o Zaragoza. Y no era difícil encontrar trabajo dada la creciente industrialización de España con nuevas zonas de desarrollo, como el polo químico de Tarragona, en el que se establecieron numerosas empresas nacionales y extranjeras. Nadie se planteaba conocer otro idioma distinto del español, a menos que la empresa fuese alemana, en cuyo caso era recomendable conocer el inglés y mejor el alemán.

En la actualidad es prácticamente imposible en las autonomías con lenguas cooficiales conseguir trabajo, ya que los escasos puestos existentes, están reservados para los indígenas de la comunidad. Muchos graduados brillantes ya desisten de buscarlo, ante la perspectiva de tener que aprender un idioma irrelevante y de formar una familia en la que la descendencia tendría serias limitaciones. Ante esa disyuntiva, prefieren emigrar a otro país, de idioma español u otro relevante internacionalmente y los ya establecidos en esas comunidades, con buen criterio, se trasladan a otros lugares.

¿Cómo ha podido llegarse a esta situación en España? Si se analiza el fenómeno desde el punto de vista universitario, hay que constatar que desde los años 70 las facultades de letras tuvieron un declive en los estudios de lenguas clásicas y en los de filología y literatura española. Las principales salidas profesionales de esos estudios eran los centros de bachillerato y en menor grado la universidad. Saturados de profesorado los institutos y colegios, muy cercenados los programas de humanidades en el bachillerato y habiéndose pasado de 12 a más de 80 universidades, con múltiples sedes provinciales, había que buscar nuevas titulaciones para justificar los funcionarios innecesarios. Las lenguas locales fueron el gran filón para los nuevos profesores, que se encargarían de la enseñanza y de paso al adoctrinamiento de los jóvenes escolares. No vale la pena entrar en los aspectos políticos, económicos y de secesión que se han producido simultáneamente, porque los resultados están a la vista.

Hace años participé como presidente (nombrado por la Agencia Catalana) en una comisión para la evaluación de programas de Ingeniería Química de varios centros catalanes. Hubo reuniones por separado con profesores, alumnos y representantes de la industria. En la reunión con los profesores varios de ellos decidieron que ésta fuese en catalán. Yo les dije que comprendía el catalán, pero no sabía hablarlo, y si se trataba de evitar el español, proponía que yo contestaría en francés, inglés o alemán, a su elección. Se aceptó el criterio del director del centro y la reunión fue en español. La verdad es que salvo un profesor griego, que hablaba bien inglés, el resto de los profesores lo hablaban macarrónicamente o no lo sabían. En la reunión con los industriales sugerí dar oportunidades a la contratación de licenciados brillantes de universidades no catalanas. La respuesta fue tajante: no queremos tener problemas por el idioma en nuestros grupos de trabajo.

Ante el elevado número de universidades, las barreras lingüísticas existentes, y escaso número de industrias de un cierto relieve en España, no ha de extrañar el éxodo de científicos, ingenieros, químicos y matemáticos al extranjero. Es cierto que las primeras etapas han de realizar trabajos para los que no se necesita la titulación (sirven de tregua para aprender el idioma), a veces la aventura no culmina con éxito y hay que regresar a España. La presencia en esos países de un buen número de titulados y profesores del Este de Europa (ante la desaparición del muro de Berlín), con buena preparación, hace que la competencia sea aún más difícil. Algunos universitarios regresan a España a través de las ayudas que han establecido los gobiernos nacional o regionales, intentando cambiar su situación de contrato en el extranjero por una plaza que pueda conducir al añorado «funcionario español». Por desgracia, en este grupo no suelen estar ni los mejor preparados, ni los que tienen mayor iniciativa y experiencia. Sería más lógico solicitar a la diáspora universitaria que sugiriese formas de incorporarse al sector productivo de España, siguiendo los esquemas por los que tuvieron que acceder a su puesto en el extranjero. Se conseguiría así un entorno más competitivo, en el que la enseñanza universitaria y la investigación pública tuviesen mayor nivel y sentido, contribuyendo al desarrollo industrial y económico del país, algo que no ocurre en la actualidad en la mayoría de los casos.

Es necesario reflexionar, aunque sea misión imposible, sobre las barreras lingüísticas que se han establecido en España. A veces se ha jugado con los idiomas locales, como elemento distintivo y para captar votos de un pequeño sector, cuando lo importante es formar bien a los alumnos, que éstos evalúen bien al profesor, y dejarse de frivolidades, que tienen su coste y no conducen a ninguna parte. El español lo hablan 500 millones de personas y España no representa ni el 10% de ese conjunto. El español ya tiene vida propia, con independencia de los españoles. Aunque el fracaso educativo y la segregación en comunidades con barreras lingüísticas llegan a ser dramáticas, también se pueden crear oportunidades en las comunidades de habla únicamente española cuando las empresas, instituciones financieras, centros médicos y universidades privadas cambien de ubicación. La olvidada opresora Castilla y Andalucía, por su acceso al mar y cercanía al continente africano, pueden tener un gran potencial en el futuro, si son capaces de atraer a las mejores cabezas para conseguir su necesario y tantas veces postergado desarrollo. Y ya deberían ponerse en acción, dada la favorable coyuntura actual.

Las universidades deberían liderar esa reflexión, porque si su endogamia aumenta aún más, con las barreras lingüísticas, muchos estudiantes decidirán estudiar en universidades extranjeras, en las que tendrían una mejor formación y a la vez aprenderían el idioma que les va a servir para encontrar trabajo.

José Coca Prados es catedrático emérito de Ingeniería Química.

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