Basta de guerra contra la educación

Basta de guerra contra la educación

Mi sobrina de tres años cree firmemente en el poder de “los chicos buenos”. Siempre que voy de visita, me arrastra hasta la biblioteca que tiene en su habitación y empieza a sacar un libro tras otro. Todos terminan igual: en cualquier batalla, grande o pequeña, los buenos siempre ganan.

No tengo valor para contarle que en el mundo real, los combates justos y los finales felices son la excepción. La guerra moderna no respeta regla alguna, y las lealtades no son bien definidas. Creo que nada ejemplifica en forma más terrible esta verdad que el aumento de la violencia contra escuelas y educadores en zonas de conflicto.

En mayo de este año, la Coalición mundial para proteger de ataques a los sistemas educativos publicará el informe “La educación bajo ataque”, donde se confirma que el impacto de guerras y enfrentamientos militares sobre la educación hoy es peor que en cualquier tiempo del que haya memoria reciente. Las cifras son realmente asombrosas. En todo el mundo, unos 80 millones de niños no pueden ir a la escuela por causa de la violencia. En la primera mitad de 2017, hubo más de 500 ataques a escuelas en veinte países, un aumento considerable respecto de años pasados. Según Naciones Unidas, en quince de esos países hubo tomas de escuelas para uso militar por parte de tropas del gobierno o fuerzas rebeldes.

Por razones obvias, los gobiernos que admiten ataques contra escuelas y educadores de cualquier clase deben dar cuenta de sus actos. Los niños obligados a vivir en zonas de conflicto ya tienen motivos de sufrimiento; cuando además, la violencia les impide aprender, la tragedia es doble.

La guerra destruye la educación de los niños. Por ejemplo, antes del conflicto actual en Siria, la tasa de escolarización primaria superaba el 90%. Hoy, en las áreas más afectadas por los combates, se redujo a menos de 30%. En Yemen, asolado por la guerra y la hambruna, más de dos millones de niños de entre seis y nueve años de edad no están escolarizados. Y casi la mitad de las 700 escuelas que administra la ONU en Siria, Gaza, Cisjordania, el Líbano y Jordania fueron atacadas o estuvieron cerradas al menos una vez en años recientes.

Las crisis humanitarias suelen generar un aumento de voluntad política: el sufrimiento ajeno innecesario (especialmente el de los niños) moviliza a la comunidad internacional para dedicar dinero y energía a aliviar padecimientos. Por desgracia, no es frecuente que esa generosidad se extienda al apoyo de la educación en zonas de conflicto. De los millones de niños de todo el mundo que no van a la escuela, la cuarta parte vive en países afectados por crisis. Sin embargo, sólo el 2% del total de las ayudas humanitarias se dedica a educación, y sólo el 38% de los pedidos de ayuda de emergencia para educación recibe respuesta satisfactoria.

En abril de 2000, los firmantes del Marco de Acción de Dakar señalaron la guerra como un “serio obstáculo” contra el logro de la “educación para todos”, uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. El informe también expresó un consenso respecto de que los gobiernos y las organizaciones civiles deben apresurarse a “reconstruir los sistemas de educación destruidos o dañados” en la medida de lo posible. Entonces, ¿por qué casi veinte años después de la firma del documento se sigue desatendiendo este compromiso de reconstrucción?

La educación es la clave de la recuperación para los hogares y países golpeados por conflictos. Por cada año adicional de escolarización, los ingresos del estudiante aumentan un 10% en promedio, lo cual mejora su estabilidad financiera a largo plazo y ayuda a reducir el riesgo de un regreso a la violencia. Dicho de otro modo, atacar la educación es literalmente atacar nuestro futuro colectivo.

La no escolarización de las niñas en zonas de conflicto es 2,5 veces superior a la de los niños, pese a que la educación de las niñas es una inversión con beneficios a largo plazo que pueden transformar las comunidades y erradicar la pobreza. Las niñas que reciben educación son menos propensas a casarse jóvenes, y más propensas a tener menos hijos y más saludables. Además, las mujeres que trabajan reinvierten el 90% de sus ingresos en sus comunidades.

Los países que sufren violencia o están saliendo de ella tal vez no tengan capacidad financiera para volver a levantar escuelas mientras afrontan los costos de la reconstrucción. Por eso es tan importante la ayuda internacional. La comunidad global debe reunir de algún modo los 2300 millones de dólares que se necesitan para mejorar el acceso a la educación en zonas de conflicto. Paralelamente, los donantes deben financiar instituciones que ayuden a los niños traumatizados por el estrés psicológico de la guerra. Para muchos niños en zonas de conflicto, el apoyo psicosocial y emocional es tan importante como la oportunidad de estudiar.

El mundo de los libros ilustrados de mi sobrina (donde todos los conflictos se resumen en veinte páginas y terminan con los protagonistas “viviendo felices para siempre”) nunca será realidad. Pero a falta de hadas madrinas y brujas protectoras, el mundo necesita soluciones viables que realmente puedan ayudar a los chicos buenos (y a las chicas buenas) a ganar. Educando a cada niño, incluso a los que están en peligro, tal vez logremos hacer un mundo un poquitito menos malvado.

Alaa Murabit, a medical doctor, is one of 17 Global Sustainable Development Goal advocates appointed by the UN Secretary-General, a UN High-Level Commissioner on Health Employment and Economic Growth, a director’s fellow at the MIT Media Lab, and a co-founder of Omnis Institute. Traducción: Esteban Flamini.

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