¡Basta de ‘Juego de tronos’!

Por fin se ha acabado Juego de tronos. Loados sean los señores de la industria cultural. Ochenta horas perdidas. Ochenta horas muertas. Ochenta horas bañadas en sangre y semen. Un picadillo de Hobbes, Maquiavelo y Hitler bien mezclado y condimentado con sexo (heterosexual, dicho sea de paso) a discreción para que la composición sea más adictiva. Ochenta horas de vientres abiertos, pieles arrancadas, brazos cortados, cuellos rebanados, de niños quemados y jóvenes violadas, si es posible con piel blanca y en primer plano. Pero la serie no es solo políticamente conservadora, sino literariamente tediosa. Ochenta horas de ridículos monólogos grandilocuentes, llenos de afirmaciones tan ampulosas como banales. Véase, por ejemplo, la fina sabiduría teológica de Cersei: “Los dioses no tienen compasión, por eso son dioses”. Y su consejo psicológico para superar la depresión ocasional: “Cuantas más personas amas, más débil eres.” O la innovadora teoría del estado monárquico de Tywin Lannister: “Cualquier hombre que tenga que decir 'yo soy el rey' no es un rey de verdad”. El transgresor lema feminista de Margaery: “Las mujeres en nuestra posición deben aprovechar lo mejor de sus circunstancias”. Y la definición del buen gobierno según Daenerys: “¡Tomaré lo que es mío, con fuego y sangre!”.

Juego de tronos es bueno como es bueno el alcohol de 45 grados en altas dosis. Es bueno como es buena la cocaína: te pone eufórico, te impide pensar en nada que no sea meterte otra rayita de 52 minutos, pero, al final, te deja vacío.

Y luego vienen las horas que hay que aguantar a los devotos de la secta. Hay quien dice que la serie es feminista porque las mujeres tienen tanta ambición y matan tanto como los hombres. Bienvenidos al feminismo versión Margaret Thatcher. Por otra parte, es difícil afirmar que Juego de tronos haga alarde de la visibilidad de sexualidades disidentes: a no ser que estemos hablando del incesto entre los hermanos Lannister, de un par de escenas lesbianas de Yara Greyjoy y otro par de escenas gais entre Renly Baratheon y Loras Tyrell. Otros argumentan que Juego de tronos es queer maravillados por el personaje transgénero de Brienne de Tarth y por la identificación masculina de la joven Arya. Permítanme el spoiler (y evítenlo los adeptos de la secta Juego de tronos que no hayan visto la última temporada): Tanto Brienne como Arya acaban acostándose con dos hombres, reconciliando así sus díscolos cuerpos con una supuesta identidad heterosexual. Así que más que disidencia, hay reeducación en la norma y confirmación del canon. Si el trono de hierro es feminista entonces la Biblia es queer y la Torá un tratado para la revolución transecologista.

Los ochenta largos, húmedos y adictivos capítulos de Juego de tronos son en la era Trump lo que los sesenta y tres libros de caballería fueron al final de la época feudal: un canto de cisne de un mundo donde violencia significa poder. Quinientos años después, Juego de tronos es un Amadís de Gaula sexo-gore del final del capitalismo autoritario que, entre nostalgia y exaltación, canta las gestas absurdas de un pasado patriarcal y necropolítico. Ochenta horas de cocaína semiótica para volver a desear lo único que debería darnos miedo: volver al pasado fascista.

Como en el caso de los libros de caballería las narraciones presentan una estructura abierta y de carácter episódico: las aventuras pueden prolongarse indefinidamente, y cada libro (o ahora temporada) termina anunciando nuevas aventuras a cargo de los descendientes del héroe. En Juego de tronos, como en los libros de caballería dominan tres principios de composición narrativa: la amplificatio o amplificación, ya sea esta cualitativa o exageratio (cada héroe tiene que superar las hazañas de sus predecesores) o cuantitativa (o dilatatio): la narración se extiende mediante el relato de las aventuras de otros personajes, hermanos o compañeros del héroe principal, utilizando para ello la técnica del trenzado (entrelacement) por lazos de sangre, heredada de la narrativa artúrica. En términos de contenido, los valores son los mismos que en los libros de caballería: desplazamiento del motivo de la cruzada de cristianos contra infieles en una geografía fantástica, amor cortesano heterosexual; patriarcado con diferencia política entre los hijos legítimos y bastardos; glorificación de la violencia; lucha con animales míticos… en fin, gran innovación creativa.

Juego de tronos es, como en los libros de caballería de los siglos XV y XVI, la estrategia a través de la que las élites blancas se refugian en una narración mítica sobre su hegemonía perdida, mientras el mundo se transforma irremediablemente. En los libros de caballería, las gestas magnificadas permitían a los lectores aún feudales seguir soñando con 1492, cuando reconquistaron los reinos de Granada frente a los musulmanes en lugar de mirar de frente lo que estaba ocurriendo: la caída de Constantinopla, la secularización de los saberes teológicos y el cuestionamiento del poder feudal, la llegada del saber científico… Hoy los libros de caballería de Juego de tronos permiten a las élites blancas soñar con un mundo donde lo que hay que restablecer es la autoridad del rey patriarcal (ahí están Trump, Putin y Bolsonaro para certificarlo), mientras los casquetes polares se derriten, las especies animales y vegetales se extinguen y las minorías (mayoritarias) del mundo se levantan pidiendo democracia real.

Sabiéndose él mismo judío converso y después de volver de una absurda batalla en la que perdió el brazo, Cervantes escribió el Quijote y puso fin a los libros de Caballerías. ¿Cuándo veremos transformado en serie el Quijote de Kathy Acker que ponga fin a Juego de tronos?

Paul B. Preciado es escritor.

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