Basta ya de Estados

Las preguntas del improbable referéndum de Cataluña vienen a decir: si no quieres caldo, tres tazas. Tal como se ha esbozado la consulta, parece que las alternativas políticas disponibles sean: o Estado español independiente y soberano, o Estado catalán no-se-sabe-muy-bien-qué, o Estado catalán independiente y soberano. Parece como si en el mundo no hubiera ni pudiera haber más forma de organización política que el Estado. Pero precisamente “el Estado” —es decir, la forma específica de organización política que se define por el monopolio del poder sobre la población en un territorio con fronteras bien fijadas— ya no existe y es un proyecto inviable.

La idea de Estado surgió de la ambición de los monarcas absolutistas de aplastar todas las instituciones sociales y de ámbito local e imponer un solo foco de poder soberano en un cierto territorio. Naturalmente, el problema principal fue cuál era el territorio sobre el que ese centro de poder podía consumar el aplastamiento y mantener su control. La alternativa antimonárquica fue cambiar el sujeto de la soberanía a favor de una imaginaria comunidad homogénea y compacta llamada nación, de modo que la monarquía absoluta sería sustituida por el Estado nacional. Pero el exclusivismo interno y la confrontación externa son esenciales a toda forma genuinamente estatal.

En realidad la forma Estado se ha tratado de construir básicamente en Europa occidental en un periodo histórico bastante catastrófico que empezó solo unos 300 años atrás. En ese periodo, más que en cualquier otro, la afirmación de distintos centros de soberanía nacional en Europa llevó a continuas guerras de fronteras, cada vez más frecuentes y letales, hasta culminar en la matanza sin precedentes de la II Guerra Mundial. En cambio, la mayor parte de América del Norte, Rusia y Asia han sido ajenas al modelo europeo occidental de Estados soberanos, ya que la población de esos continentes ha sido históricamente incorporada a amplios imperios y federaciones.

Por su parte, en muchas de las antiguas colonias europeas en África, el mundo árabe y América Latina, los intentos de construir Estados soberanos con fronteras cerradas al estilo de las antiguas metrópolis han provocado también numerosos conflictos violentos y fracasado en gran medida, ya que en muchos casos no se ha llegado a establecer un verdadero monopolio interno de la violencia ni una efectiva soberanía exterior.

Actualmente, incluso donde tuvo lugar la experiencia original de la forma Estado, el modelo ha perdido relevancia, ya que muchas de las tareas tradicionales de los Estados están ahora en manos de la Unión Europea. Como consecuencia, el Estado español, como los demás miembros de la UE y de la zona euro, así como de la OTAN y de diversas instituciones globales, ya no son, de hecho, Estados soberanos. Todos han cedido o perdido en mayor o menor medida las competencias exclusivas para la toma de decisiones sobre políticas públicas en las que se quiso fundamentar tradicionalmente el monopolio de la violencia legítima, incluidas la defensa, la seguridad, el control de las fronteras, la moneda y la política fiscal y financiera.

Si los Estados tradicionales en Europa ya no son soberanos, menos viable es todavía la creación de un nuevo ente soberano dentro de la Unión, como, por ejemplo, un Estado catalán. En una visita a Boston hace apenas año y medio, el presidente Artur Mas —sin duda impresionado por el bienestar, el desarrollo de la investigación científica y las universidades y quizá hasta por la belleza del paisaje— dijo que quería que Catalunya fuera como Massachusetts. Cabría notar, por cierto, que la balanza fiscal de Massachusetts con el Gobierno federal de Estados Unidos es tan o más negativa que la de Cataluña con el Gobierno central de España.

Pero la principal diferencia está, por supuesto, en que el marco institucional estadounidense es mucho más nítido y estable que el europeo y mucho más consensual que el español actual. En ese marco, ni en Massachusetts, ni en ningún otro lugar de Estados Unidos, a nadie se le ocurre —al menos desde la mortífera guerra civil del siglo XIX— reivindicar la soberanía de los Estados ni organizar movimientos de secesión.

De hecho el concepto de “‘soberanía” es uno de los conceptos más obsoletos en la política europea actual. En Europa una democracia más o menos eficiente solo podrá sobrevivir si abarca un conjunto de Gobiernos a múltiples niveles en el que los poderes estén divididos y compartidos, de modo que ninguno de ellos pueda pretender una soberanía real y efectiva.

En ese modelo, las competencias de cada nivel de Gobierno —local, regional, estatal, europeo— deberían estar claramente definidas y no ser objeto de permanentes litigios e interpretaciones; cada nivel de gobierno debería tener capacidad de recaudar los impuestos y recursos necesarios para financiar sus servicios; la redistribución territorial de recursos podría aplicarse sobre todo a nivel europeo y con objeto de que las diferencias de renta entre territorios se redujeran como un acordeón, pero sin darle la vuelta al calcetín; las comunidades autónomas españolas podrían participar, junto a los Estados, en el Consejo de Ministros de la UE, como lo hacen los territorios alemanes y austriacos e incluso las naciones británicas; y el inglés sería —como ya lo va siendo— la lengua franca de todos los europeos, incluidos, naturalmente, los españoles tan orgullosos de la trasatlántica hispanidad.

Este tipo de soluciones institucionales son lo contrario de la soberanía. Afortunadamente, la exclusión, la opresión y la cerrazón que son esenciales en todo Estado que afirma su soberanía frente a todos los demás poderes internos y externos, están siendo sustituidas en Europa y en el mundo por la diversidad, la apertura, la interdependencia y los intercambios de amplia escala.

Permítaseme resumirlo mediante una paráfrasis histórica. En los años setenta, el jefe del Partido Comunista de España explicó que se había convertido sinceramente a la democracia porque después de la experiencia del franquismo, “dictadura, ni del proletariado”. Pues bien: muchos que hemos vivido en este país durante varias décadas y también sabemos de la peripecia anterior podríamos decir: después de la experiencia de España, Estado, ni de Cataluña. La Unión Europea, primero; y los Estados, cuanto menos soberanos, mejor.

Josep M. Colomer es miembro por elección de la Academia Europea.

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