«Basta Ya», en Madrid

Por Francisco Giménez-Alemán (ABC, 31/01/04):

Mediados los años noventa Sevilla comenzó a ser sacudida por la amenaza terrorista. Un comando de ETA que asentó sus reales en un piso de la calle José Laguillo, tras el fallido intento de volar el estacionamiento subterráneo más concurrido de la ciudad, el de la plaza de la Gavidia, pudo finalmente ser desarticulado por la Policía Nacional, no sin antes haber producido lesiones irreversibles a un número de la Guardia Civil que logró detener en Santi Ponce al encargado del transporte de la carga de explosivos que, de no mediar la heroica actuación del agente, a tiro limpio en el control de carretera, hubiera vestido de luto a la capital hispalense en aquella radiante primavera. ETA había puesto a Sevilla en el punto de mira. Luego vendrían los asesinatos del matrimonio Jiménez Becerril, a dos pasos de la Giralda, los atentados frustrados contra los periodistas Antonio Burgos y Carlos Herrera, el asesinato del doctor Muñoz Cariñanos, y un sinfin de casos de amenazas, felizmente desmontadas a tiempo por las Fuerzas de Seguridad del Estado, que sumieron a los sevillanos en un ambiente de terror fácilmente comprensible. En los papeles que la Policía ocupó en el registro del piso franco de los etarras se detallaban datos y se contenían recortes de prensa con retratos de una veintena de personalidades andaluzas, algunas de las cuales habían sido seguidas y cuyos itinerarios habituales constaban como información imprescindible para el tiro en la nuca. Recuerdo de manera especial la precisión con que se transcribían los datos de un conocido empresario, Rafael Álvarez Colunga, cuya oficina de farmacia está a la vuelta de la esquina del desmantelado domicilio terrorista.

Uno de los objetivos detectados por la Policía en aquellos meses era la sede de ABC de Sevilla, informaciónque comunicó el Ministerio del Interior a la Dirección del periódico y que éste decidió no hacer pública para evitar la alarma de los vecinos del populoso barrio de Tabladilla, donde entonces estaba ubicado el diario, así como de los alumos del vecino colegio de religiosas y del personal sanitario de la residencia Virgen del Rocío que se levantan en la misma zona. El esfuerzo fue inútil: el edificio de ABC fue acordonado por llamativas barreras metálicas que impedían el estacionamiento de vehículos junto a las aceras y la Casa fue dotada de estrictas medidas de seguridad que evidenciaban que algo podía pasar. Los periodistas fuimos advertidos de la posibilidad de un atentado indiscriminado, y en ello estuvimos largos meses, algunos con discreta escolta, y todos bajo el nuevo síndrome de la amenaza del cobarde enemigo que nunca da la cara.

Fue entonces cuando comprendimos con meridiana claridad la situación de la vida diaria de cientos, de miles de ciudadanos en el País Vasco. Sevilla, tan alegre y confiada, tan lejos geográficamente de las provincias vascongadas, tan ajena en su propia carne, aunque no en las emociones, a los estragos del terrorismo, sentía entonces la cercanía de sus horrores, que por desgracia no dejarían de hacerse presentes en amigos tan inolvidables como Alberto, Ascensión, Antonio... Y fue entonces cuando comprobamos palmariamente el inconsciente lujo que representan las más mínimas libertades de la vida diaria: las de salir a la calle, pasear, ir al trabajo, tomar el aperitivo en una terraza e incluso dejarse caer los primeros viernes de mes en San Lorenzo a los pies del Señor del Gran Poder. Sencillamente eso. Algo tan simple como la normalidad de los ciudadanos anónimos que van de compras al centro o que pasean a su nieta por el parque de María Luisa. Por un tiempo la paz de Sevilla estuvo resquebrajada.

Y si en orden a la vida diaria esto era así, ¿qué decir en lo concerniente a los derechos políticos, a los derechos fundamentales de todo ciudadano en cualquier territorio de España? ¿Es posible, comentábamos en la Redacción a la hora del café, que los electores de Mondragón tengan la misma libertad de voto que los de Écija? ¿Se dan las mismas condiciones, las mismas garantías -el mismo día, a idénticas horas- en un colegio electoral de Andoáin que en otro gemelo de Aracena? ¿Existe la misma libertad de voto para bilbaínos y sevillanos, para vascos y andaluces? ¿Se puede llegar de la misma manera despreocupada a la mesa donde están las papeletas y coger la que se quiere depositar en la urna, a la vista de todos los presentes, en un colegio del Bulevar donostiarra o en su homólogo del sevillano Patio de Banderas? ¿Somos los mismos españoles, unos y otros, a la hora de votar? ¿Y a la hora nada más que de vivir?
Las respuestas son tan obvias que a nadie se le pasaría por la imaginación, sino a Perogrullo, el mero ejercicio de formularlas. Pero, al mismo tiempo, es muy necesario que nos las hagamos cada día que amanece, por mucho que se quiera repetir el tópico de que amanece igual para todos los españoles. No amanece igual para el concejal socialista de un pueblo guipuzcoano que para su correligionario gaditano. Ni a la hora de afeitarse están pensando lo mismo dos militantes del PP, el uno en Érmua y el otro en Fuengirola. Porque aquel tiene muy presente la amenaza cierta de que puede ser secuestrado y asesinado al salir de casa y este otro, a lo sumo, se las estará ingeniando para que no lo descabalguen de las próximas listas electorales. Hay que ponerse en el pellejo de cada quién.

Esta reflexión viene a cuento del programa de actividades que la iniciativa ciudadana «Basta Ya» llevará a cabo estos días en las principales ciudades españolas, protagonizada por sus más destacados representantes, con el fin de informar a toda la sociedad de la falta de libertades en el País Vasco y de la quiebra que para la convivencia supondría la aplicación del Plan Ibarretxe. Su primera parada en este recorrido: el Patio de Cristales de la Casa de la Villa, que el alcalde Ruiz-Gallardón ofrece como símbolo de la solidaridad de todos los madrileños, de tantos y tantos que a lo largo de los años han sido cruelmente azotados por la banda terrorista ETA. Esta nueva empresa de «Basta Ya» que, como los cómicos de la legua, se hace a la carretera para dar testimonio de la realidad que se vive en el País Vasco, merece el aplauso de todo español bien nacido y el calor de la ciudadanía allí donde hagan parada y fonda. Porque, como en el caso de Sevilla que he referido, sólo la cercanía del problema narrado por quienes lo padecen directamente puede mentalizar al conjunto de la sociedad española sobre la degradación que se vive en el País Vasco. Ningún sistema democrático conocido en el mundo puede tolerar que la mitad de la ciudadanía sufra tan grave restricción de sus derechos como hoy sigue ocurriendo en una parte del territorio español. El mensaje de «Basta Ya», escanciado ahora desde la Casa de la Villa, debe llegar por igual a cuantos españoles estamos resueltamente decididos a que la Constitución se aplique del mismo modo en Rentería y en Puente Genil.