Bastante tienen con sobrevivir

Mascarillas (elijan ustedes el tipo), máscaras, caretas y tapabocas ya las ha probado todas José K., al que la camisa no le llega al cuerpo, aterrorizado como está ante el maldito bicho. Ha pensado en la escafandra del Museo Naval y la máscara de gas que un día probó. Nada le gusta, nada le sirve, nada le protege como él quisiera, viejo, viejo y viejo, que lo mismo te ve Isabel Díaz Ayuso en la calle Colegiata, un suponer, y te manda a una residencia madrileña. Y no es el momento. “Tengo miedo de cerrar los ojos, tengo miedo de abrirlos”, que decían en El proyecto de la bruja de Blair. ¿Cómo podría hacer, se pregunta despavorido nuestro hombre, para cambiar mi modesto sotabanco por un refugio antinuclear?

Hacemos bien en extremar cuidados, que la alimaña es mala, mala. Surgen rebrotes aquí y allá de muy distinta procedencia, que los hay de afamados tenistas con un coeficiente intelectual tendente a cero, jóvenes estultos que a su edad ven esto de la muerte —ese pequeño problema que tienen los viejos— como un asunto de ciencia ficción o importantes centros de tratamiento de alimentos de todo tipo, sanísimos como frutas o cancerígenos como la carne muy roja, donde malviven y trabajan como esclavos miles de inmigrantes.

Hay, por supuesto, oficinistas inconscientes que llevan la mascarilla en el codo, paseantes que se abalanzan sobre ti en el parque, deportistas de tres al cuarto que salen a correr solo para estrenar sus deportivas carísimas y que ventilan justo a un metro de tu cara en la estrecha acera del casco antiguo, además de señoras y señores que llevan el rostro al descubierto porque los tapabocas afean su agraciado rostro. Hay, en fin, todo género de estúpidos que pululan por las calles y a los que dan ganas de azotar por eso, por estúpidos. A todos ellos les regañamos desde el balcón por su frivolidad y nula solidaridad con los demás, pero ojo, que no nos ciegue la crítica de lo fácil, que los tenemos ahí al lado y describirlos es tarea sencilla. Deberíamos hacer un mayor esfuerzo en afinar las admoniciones y seleccionar mejor a qué dianas disparamos.

Fijémonos, por ejemplo, en las grandes organizaciones mundiales, o los gigantescos complejos industriales, que acuciaban a los Gobiernos para reiniciar la economía lo antes posible, que nos quedamos sin miles de millones en la buchaca o en la cuenta corriente. O en las grandes corporaciones aéreas o de hoteles, que lloraban a gritos para que los turistas pudieran viajar como ponedoras en gallineros, que han presionado hasta el borde del chantaje delictivo para que los Gobiernos aliviaran las alarmas y permitieran, qué ilusión nos hace, esas aglomeraciones en los aeropuertos, esas piscinas de hotel a reventar o esas playas donde no cabe una toalla más.

Y no perdamos de vista, advierte José K., dedo acusador, a todos esos políticos de la derecha y periodistas de la caverna que se quejaban a gritos de que España se quedaba a la cola de la recuperación porque tardábamos en ponernos en marcha, basta ya de esta dictadura del estado de alarma. ¡Hale, hale, abran las puertas de nuestras cárceles! ¡Necesitamos airear los centros comerciales, los grandes almacenes, las ferias y los congresos! Tenemos, también, a los dueños de bares y restaurantes, con los calamares rebozados o los petisús a punto de echarse a perder.

Pero José K., encendido por aterrorizado, fija también la vista en la cosa pública. ¿Qué tal si nos quejamos de los responsables de los sistemas de sanidad que todavía, y ya han corrido meses, no tienen un plan B serio y consensuado para acabar con los rebrotes? No sé si el Gobierno socialista lo ha hecho, pero sería conveniente mirar cómo lo llevan los consejeros de Sanidad de las 17 autonomías, incluidos los nacionalistas, las gentes del PP y todos los independientes que gusten. ¿Tenemos ya organizado el sistema de sanidad primario? ¿Las UCI? ¿Contamos ya con los respiradores y otros adminículos que hemos sabido ayer que existían y que eran vitales para evitar que se nos muriera la madre o el primo?

Y salgamos de esta pequeñísima piel de toro para preguntarnos por las medidas que están tomando esos personajes, tan atrabiliarios como nefastos, que podemos resumir en Johnson, Trump o Bolsonaro, con un número de muertos e infectados propios de una película de zombis. Los suecos, tan listos, ya se han caído del guindo. Hasta los alemanes, crisol de perfecciones, han visto cómo sus mataderos son a la hora de la verdad una cloaca inmunda, más propia de un país del Cuarto Mundo que de la respetadísima República, alma y motor de la vieja y rica Europa.

Pero no. Preferimos subirnos al púlpito de la dignidad y lanzar grandes sermones a los currantes que se han ido el fin de semana a la playa, a los adolescentes que nada saben ni entienden y, lo que es más doloroso, echar pestes de los inmigrantes, marroquíes, bolivianos, rumanos o búlgaros, sobre los que cargamos todas nuestras miserias y a los que tiramos al cubo de la basura como cáscaras de pistacho cuando por un sueldo de miseria ya les hemos sacado hasta los higadillos. Claro que huyen. Todos lo haríamos, despavoridos, si además de toser, tener fiebre y trabajar como una mula, sin nadie que te haya controlado salud o temperatura, que hay que sacar como sea las fresas o los chuletones, vieras cómo te perseguía la justicia, vete a saber qué nueva vejación se les ha ocurrido ahora.

Bastante tienen esos hombres, mujeres y niños con sobrevivir a la miseria a la que les ha condenado este capitalismo salvaje del que unos cuantos disfrutan, como para preocuparse por las PCR, siglas misteriosas que nada significan para ellos. Los vemos malvivir y maldormir, tirados en bancos de piedra, o en el mismísimo suelo, después de machacarse durante horas en un trabajo que será de todo menos cómodo. ¿Ha ido por allí alguna inspección de trabajo? ¿Interesa su situación deplorable a algún partido, a algún alcalde? ¿Y queremos acusarles por infectarnos? Mejor vigílese de cerca al explotador que les chupa la sangre y, ya puestos, a quienes se lo consienten.

Así que José K., a la vista de lo visto, insiste en uno de sus mantras conocidos: exijamos lo máximo solo a quienes tienen lo máximo, de poder o de bienes. Y acabemos ya con este deplorable espectáculo al que hemos asistido estos últimos meses, en los que importantísimos científicos, virólogos de renombre, epidemiólogos de pro, economistas de Premio Nobel y políticos de toda laya, se reconocían abiertamente en las bobas ocurrencias del pazguato Forrest Gump: “Yo no sé mucho de casi nada”. Y sonreían.

José María Izquierdo

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