Hace pocos días hemos sabido de una sentencia del Juzgado de lo Penal número 3 de Manresa por la que se ha castigado por hurto agravado, por afectar al servicio público, a unos sujetos que cortaban los cables de los tendidos de Telefónica para luego revenderlos. Se trata de una excelente sentencia, dictada además en agosto, datos ambos que deben ser puestos de relieve cuando la justicia es el pimpampum de ataques, en más de una ocasión sin ningún fundamento. Valga decir, además, que, como suele ser habitual, tras una buena sentencia suele haber buenos fiscales y buenos abogados. Aquí aportaron la idea de aplicar la modalidad agravada de hurto y no la básica; aquí la novedad estriba en que el juez aceptó que la sustracción de los cables había supuesto la incomunicación de varios núcleos de población, pues, como es obvio, al cortar los cables y llevárselos, los cacos ocasionaron un quebranto muy relevante al servicio público de la telefonía.
Esta sentencia y todo el trabajo policial, judicial y de las acusaciones pública y privada pone de manifiesto, una vez más, que lo necesario y correcto para luchar contra la delincuencia no son más leyes, sino más medios, y la decidida voluntad de llevar a cabo las actuaciones que la ley prevé contra el delito. Muchas veces, una aplicación rutinaria de las leyes es el mejor aliado de los delincuentes, pues saben que, pese a su eventual detención o, incluso, procesamiento, la maquinaria se va ahogar en papel de oficio, fórmulas rituales y razonamientos anoréxicos. En esta ocasión, y espero que sirva de precedente, todos los implicados se han leído bien las leyes penales y las han aplicado en toda su intensidad. De entrada, el hurto de cobre -calificado de ordinario como hurto simple, lo que merece una pena, por lo general de entre 6 y 12 meses- aquí se ha saldado, al ser una figura agravada, con una pena de 18 meses de prisión.
Este cambio en el enfoque de la sustracción de material de construcción y destinado a servicios públicos, especialmente en zonas no urbanas, es necesario, pues está alcanzando cotas alarmantes. En España, la sustracción de cable destinado a telefonía, ferrocarriles y telégrafos es una plaga secular. Siguió el apoderamiento de material de las obras en las ciudades, mal que en parte se ha paliado con peculiares sistemas de guarda -obsérvese la pegatina con una rueda de carromato en algunas obras-; en estos casos, los sustractores o son particulares o pequeños constructores. En cambio, quienes se hacen con materiales de obras públicas, especialmente los metálicos y con mucha predilección por el cobre de los cables, ya son delincuentes más o menos organizados que operan al por mayor. Evidentemente, no roban un palé de ladrillos para acabar un cobertizo, sino que roban bobinas de cable o, como en el caso de autos, cortan el cobre ya tendido… porque tienen un comprador.
Este es el quid de la cuestión: quien se apodera del metal no lo hace para cablear su casa ni por afán de coleccionista: lo hace porque tiene un encargo o sabe que tiene un mercado. Ello supone que quien encarga -o sin encargarlo- y recibe el material sustraído, también comete un delito. Si lo ha encargado, será inductor del hurto o robo; si recibe lo que otros han robado por iniciativa propia, será un receptador. En el primer caso, el perista recibirá la pena del hurto, pues el inductor tiene la pena del autor del delito base; en el segundo caso, el perista tendrá siempre una pena inferior a la del delito principal, en este caso la del hurto.
La receptación es difícil de probar, y más aún cuando el traficante en cuestión es, de hecho, quien planifica las operaciones delictivas. Sin embargo, hay que investigar a los posibles comercializadores de estos productos del delito, como ya han empezado a hacer los Mossos con resultados positivos, pues ya hay varias diligencias abiertas, en un trabajo policial análogo al que se hizo en el metro de Barcelona con las carteristas. Esta labor policial, que luego han de culminar el poder judicial y los abogados de los afectados, es oscura, lenta y fatigosa; no genera ni medallas ni minutas de escándalo. Huérfana de oropel, conlleva en ocasiones que se destinen esos recursos a operaciones con más atractivos aunque no por ello más redundantes en la seguridad. En fin, en este tipo de delitos, como en otros, no cuenta tanto el lucimiento como la eficacia a medio plazo.
Para llegar a buen puerto, como en todos los delitos en que el lucro del delincuente depende de que un tercero -aquí el perista- trafique con los bienes criminalmente obtenidos, es al profesional del enmascaramiento al que hay que cercar, siguiendo la máxima de que sin demanda no hay oferta. Dos elementos son decisivos: la adquisición de tal material sin ninguna factura o documento acreditativo de la propiedad originaria y lo que se denomina el precio vil, es decir, un precio irrisorio tanto para la adquisición como para la venta de dicho material, a veces sin transformar lo más mínimo, y para más inri, a sus legítimos dueños. Sea como fuere, mientras tanto, a batirse el cobre.
Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal de la UB.