Begoña Gómez y la gente corriente

Durante el espectáculo de agit-prop victimista en el que quedó convertida su comparecencia judicial, Begoña Gómez accedió, todo el mundo pudo verlo, a los juzgados de la Plaza de Castilla a través del garaje para que no pudiera fotografiársela ni tuviese que soportar ningún incidente que pusiera en riesgo su seguridad personal. Se trata este de un privilegio autorizado por la decana, bastante insólito aunque razonablemente fundamentado en su proyección pública: en su caso no es otra que la que se desprende de su condición de esposa del presidente del Gobierno. Y, efectivamente, es así: ella no es como la gente corriente y a la vista está que ni de hecho pretende serlo.

No lo es, al menos, desde que su marido estrenó el cargo y sus valores de transparencia y ejemplaridad ética quedaron sometidos al escrutinio ciudadano. Y por eso precisamente en todas las democracias avanzadas se establece un control administrativo al conflicto de intereses -y penal, porque en España así se persiguen los casos más extremos desde el escándalo de Juan Guerra- y en todas también se entiende que las actividades del cónyuge del jefe del Ejecutivo sean objeto de interés fiscalizador prioritario como parte de la función social de la prensa libre. En algo tiene razón Pedro Sánchez: «Mi mujer tiene derecho a una carrera profesional». Ella lo tiene, quién lo duda: la capacidad ejecutiva y de influencia -y eventualmente el deber de abstención- le conciernen a él.

Begoña Gómez y la gente corriente
GABRIEL SANZ

El politólogo Manuel Arias Maldonado es uno de los mejores columnistas de esta casa y hace un par de años escribió aquí, al hilo del proceso de beatificación de José Antonio Griñán iniciado en el PSOE después de que el Tribunal Supremo confirmase la condena por los ERE, que así se construía una «emergencia moral» y se utilizaba para legitimar «la identificación partidista como base fanática de una democracia sentimental». La coincidencia durante esta semana de los anuncios de exaltación política hacia los protagonistas del mayor desfalco clientelar de la historia de Europa, gracias al borrado militante del Tribunal Constitucional, con la citación judicial de Begoña Gómez nos ha permitido comprobar con claridad hasta qué punto Sánchez ha reproducido y elevado hasta el paroxismo esa misma estrategia para el caso de la imputación de su esposa.

La consigna gubernamental construye una mentalidad victimista de asedio y el despliegue espectacular de policías y guardias de seguridad, la propia imagen obtenida subrepticiamente y a escondidas, no hace otra cosa que reforzarla. Y entonces televisiones, periodistas, bots e influencers de las redes sociales acuden ipso facto a defender con apasionamiento y tenacidad desmedidos la bondad indefensa de la mujer del presidente, en contraste con la perfidia lawfare del juez Peinado a la cabeza de una horda de acusaciones ultraderechistas, todos a una como si fuese una creencia religiosa, al margen de cualquier racionalidad y respeto por los hechos y por el orden de prelación debido en la vigilancia sobre el poder. El aparato del Gobierno, que no olvidará aquellos cinco días de abril en los que el César los puso a prueba, compite en la adhesión emocional a la causa: lo hacen la ministra portavoz, luego uno que sigue siendo juez y por fin el más indiscutiblemente fiel de todos, que resulta ser el de Justicia.

Lo que pretende la operación de agitación propagandista descrita es cohesionar las bases en torno a una emoción compartida. Pero, sobre todo, hacerse inmune: partir en dos a la sociedad española para de esta forma sumirla en la niebla, hurtarle al ciudadano su derecho a conocer y hacer una valoración política. Que los hechos no importen para que parezca normal lo que no debería ser normal. Y no es normal lo que parece ser un modus operandi.

No es normal que la esposa del presidente firme cartas de recomendación para que resulte adjudicatario de contratos públicos millonarios el empresario que le ayudó a dotar de contenido su máster. No es normal que existan más de 50 cátedras extraordinarias en la Complutense y sólo una la dirija alguien que no es licenciado en la materia ni profesor en esa Universidad -Begoña Gómez- después de ponerla en marcha en el tiempo récord de tres meses tras proponérsela al rector en el mismísimo Palacio de La Moncloa. ¿A todos los citaba en Moncloa? No es normal que adjudique contratos verbalmente y con «inobservancia absoluta» de las reglas, como publicó el miércoles EL MUNDO. No es normal que la mujer del jefe del Ejecutivo solicite apoyo a compañías estatales o reguladas sin ningún control. No es normal que Google, Telefónica e Indra -en este último caso tras verse con su presidente- aporten gratis a su cátedra un software valorado en 150.000 euros y tampoco lo es que luego ella registre a su nombre la plataforma que lo ofrece sin conocimiento del centro. No, nada de eso es normal ni está reservado para la gente corriente.

Por supuesto, no es normal que el primer ministro de una democracia europea despliegue semejante atmósfera coactiva contra la prensa y anuncie un plan para restringir la libertad informativa bajo la exclusiva motivación personal de protegerse a sí mismo y a su esposa. Nada hay más revelador de una pulsión autoritaria. La calificación jurídico-penal que merezcan las actividades de Begoña Gómez será finalmente la que sea y la actuación del juez Peinado estará sometida al control de legalidad del tribunal de apelación. Si la imputada aprecia indefensión o «no sabe de qué se le acusa», pues para eso está la Sala. Mientras esa garantía para su presunción de inocencia exista, el proceso penal tendrá toda la utilidad para esclarecer los hechos sobre los que Sánchez se niega a dar explicaciones. Y lo continuarán haciendo, claro que sí, las informaciones periodísticas: porque antes de que llegase un juez a buscar un delito, ahí estuvo un periodista persiguiendo lo veraz y relevante. Al servicio del ciudadano y de la libre formación de la opinión pública. Llegará el día en que se vaya el juez y ahí seguirá ese mismo periodista. Y junto a él, los demás. Con el carné de prensa en la mano.

Joaquín Manso, director de El Mundo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *