'Belfast' y la memoria fiel

«A los que se fueron, a los que se quedaron, a los que se perdieron». A ellos dedica Kenneth Branagh Belfast, la película que define como «una mirada a una gente y a un lugar en conflicto». A través de los ojos de un niño de nueve años, el director muestra los días de agosto de 1969 en los que Irlanda del Norte entró en una dramática y sangrienta espiral. El estallido de violencia en las calles de Belfast dio paso a una intensa campaña terrorista en la que más de 3.000 personas fueron asesinadas. Sin embargo, Belfast apenas muestra la brutal violencia de aquellos días, tan solo un atisbo poco realista que impide un verdadero tributo a los habitantes de esta emblemática ciudad. Como el escritor norirlandés Nick Laird ha señalado, Branagh inventa un «Belfast para turistas», no para los ciudadanos de una ciudad que sufrieron una violencia ahora edulcorada a través de una mirada sentimentalista, carente de emoción al minimizar la magnitud del horror. Y así ocurre porque, como ha escrito el historiador Max Hastings, la película «oculta toda la suciedad», la crueldad sin la que no se puede entender el carisma de esta ciudad y de sus habitantes. Es precisamente el inmenso sufrimiento padecido y la actitud ante el mismo lo que engrandece a sus víctimas. «Tened presentes a estos muertos», escribió el poeta John Hewitt, uno de los más insignes de Belfast. Sin embargo, Branagh esconde a los muertos de entonces y a los que les siguieron.

'Belfast' y la memoria fielAquel verano la violencia fue de tal ferocidad que resulta increíble ignorarla, como sucede en Belfast. No solo se subestima la enorme brutalidad protestante contra los católicos: más de 1.000 familias expulsadas de sus hogares. Se borra la que también sufrieron unas 300 familias protestantes que huyeron de sus casas por los ataques de sus vecinos católicos. Los personajes de Branagh leen y escuchan las noticias de las que desaparecen aquellas que precisamente lo eran esos días: Patrick Rooney, un niño de la misma edad que el protagonista, murió por disparos de una ametralladora de la policía norirlandesa; Gerard McAuley, miembro de las juventudes del IRA, de 15 años, murió en los disturbios de Bombay Street, cuando esta calle fue atacada por los protestantes; Hugh McCabe, soldado británico, murió unas horas antes que David Linton, protestante atacado por nacionalistas del norte de Belfast. Solo una muestra del infierno en el que Belfast se convirtió en esos días y que la cinta desdibuja recreando como cúspide de la violencia el supuesto saqueo a un supermercado católico.

Las memorias son plurales, pero como instrumento que dota de sentido a las experiencias vividas pierden su valor cuando abandonan la veracidad. El éxito de esta idealización cinematográfica del terror parece el triunfo de una tendencia a presentar pequeñas dosis de realidad que no incomoden ni alteren las conciencias al abordar el pasado del terrorismo. También ocurre en la representación del terrorismo etarra, repleta de eufemismos y elipsis. «Se fueron injustamente», se dijo en los Premios Goya aludiendo a unas víctimas del terrorismo que pierden su significado político al evocarlas en abstracto, omitiendo el motivo deliberado de su forzada marcha: la violencia nacionalista que nunca se define como tal. Se suele decir que ETA era un grupo que «mataba para imponer sus ideas», sin mencionar casi nunca que esas ideas eran nacionalistas y son las que el nacionalismo aún propugna.

Eureka Street, una gran novela escrita en 1996 por Robert McLiam Wilson, demuestra que se puede narrar con sentimiento y humor la dura historia de Belfast sin escatimar la barbarie que precisamente la define. De ahí surge el orgullo de sus habitantes, esa identidad, uno de los temas que Branagh explora superficialmente, de quienes eran vistos como bestias fuera de Belfast, sobre todo al extenderse también el terrorismo a Inglaterra. Esas memorias que Branagh evita son las que reflejan la mezquindad de los perpetradores del terror, pero también la auténtica humanidad de sus víctimas, imprescindibles para componer un retrato fidedigno de lo ocurrido y del carácter de esta ciudad. «Es como si quisiera pintar un cuadro de Belfast del que sus gentes se sintieran orgullosas», lamenta la novelista norirlandesa Jan Carson al criticar ese boceto borroso, esa narrativa simplista y condescendiente que precisamente les impide reivindicarse. Mark Phelan, profesor de arte dramático en Belfast, cuestiona también esa versión «saneada», «falseada» bajo el pretexto de la inocencia infantil, esa «memoria para sentirse bien de una Historia profundamente traumática». En el norte de Belfast, donde crece el protagonista, hoy persisten los enfrentamientos sectarios en calles separadas por muros que estrangulan guetos católicos y protestantes. El odio no se ha difuminado, como ocurre en una película en la que los malvados son caricaturas irreales de gánsteres y terroristas de carne y hueso que siguen aterrorizando a comunidades donde aún ejercen su influencia.

El escritor norirlandés Stewart Parker reivindicó tiempo atrás el recuerdo de las víctimas «como nuestros acreedores, por la vida que ellos jamás conocieron». «Quiero que haya vida en esta casa», reclamó. Ese fue el reto de tantos supervivientes y resistentes de Belfast sobre el que se ha construido su fortaleza: vivir desafiando a la muerte. Margaret McKinney es uno de ellos. En su tumba del cementerio de Belfast luce su rostro sonriente junto al retrato de su hijo Brian. Asesinado por el IRA en 1978, los terroristas ocultaron su cadáver, solo encontrado en 1999 gracias al tesón de su madre y a las presiones sobre el infame Gerry Adams. En la película de Branagh, los protagonistas, más atemorizados por el recaudador de impuestos que por los paramilitares, abandonan la ciudad buscando un futuro mejor. En cambio, Margaret vivió desafiante en esa misma casa en la que besó por última vez a su hijo, en un barrio de Belfast feudo del IRA. Soportó constantes humillaciones por si algún arrepentido venía a darle información sobre el paradero de Brian. Los terroristas, hoy políticos con traje y corbata, solo facilitaron la ubicación del cuerpo tras asegurarse de que los forenses no lo analizarían para juzgar a los culpables. Margaret enterró a Brian el 4 de septiembre de 1999. Aquel sábado pensó en la primera comunión de Brian allí mismo, en la iglesia de Santa Teresa al oeste de Belfast donde se oficiaba su funeral. Hubo un momento en el que cerró los ojos y vio a su niño feliz, elegantemente vestido para la ocasión. Cuando los abrió, a su lado tenía la caja con los huesos de Brian, lo que físicamente quedara de él tras permanecer enterrado 22 años. Ahora que por fin se habían reencontrado le bastaba con volver a cerrar los ojos para sentir sus caricias mientras se recostaba imaginariamente sobre su hombro susurrándole «mamá». «No estoy loca», me dijo Margaret con la entereza y la dulzura que aquellos criminales no lograron arrebatarle.

En 1971 Sean Hughes, policía católico, quedó postrado en una silla de ruedas tras ser tiroteado por el IRA. Parte de su cerebro se desparramó sobre la cuna de su bebé. Durante cuatro años Sean fue un vegetal hasta que logró recuperar el habla y algo de movilidad en un brazo. «Hay días en los que te sientes francamente mal y es muy importante hablar con gente que quieres. No para sentir lástima de ti, porque eso es autodestructivo, pero para entender que no eres el único con problemas, que hay otras personas que también sufren», me explicó en una ocasión. Su compañero Frankie O'Reilly fue asesinado por fanáticos protestantes en 1998. Ante el cortejo fúnebre, bajo un sol otoñal Janice, su viuda, se aferraba a la mano de su hijo Steven, de 10 años. Con una profunda tristeza, el pequeño contemplaba cómo unos robustos policías pulcramente uniformados portaban el féretro de su padre sin avergonzarse de no poder contener las lágrimas. «El hombre es un ser que recuerda. Su fidelidad es su dignidad misma», escribe Jankélévitch.

Rogelio Alonso, autor de 'La paz de Belfast' (Alianza) y 'Matar por Irlanda' (Alianza), fue Fellow y Lecturer en la Queen's University y la Ulster University de Belfast.

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