Ben Bradlee, ante todo, un hombre valiente

El escándalo Watergate convirtió a The Washington Post -periódico hasta entonces influyente, pero ni siquiera dominante, en el ámbito de la capital de Estados Unidos- en gran diario de renombre mundial. Las revelaciones sobre una operación ilegal y encubierta de espionaje contra la oposición demócrata y de desprestigio de los rivales políticos del todopoderoso presidente Richard Nixon marcaron un antes y un después en la historia de la prensa como contrapoder de los poderes públicos y privados.

Al final, y por única vez en los 238 años de historia de Estados Unidos, Nixon se veía obligado a dimitir. La desaparición del director que amparó y dispuso la publicación de aquellas revelaciones que sacudieron al mundo hace más de cuatro decenios recuerda hoy aquel momento refulgente en la historia del periodismo.

A los 93 años, víctima desde hace meses de un proceso de demencia senil, Ben Bradlee ha fallecido en Washington, su ciudad adoptiva desde hace más de medio siglo. Se hizo cargo de la dirección del Post en 1965 hasta 1991, y tras su jubilación mantuvo despacho y cargo como vicepresidente de la empresa hasta su muerte.

Cuando el Post empezó a desentrañar lo que había tras el «atraco de tercera categoría» descubierto en el verano de 1972 en la sede del Partido Demócrata en el amplio edificio -y hotel- Watergate de Washington, el público lector norteamericano y la miríada de corresponsales extranjeros en Estados Unidos se aprendieron pronto dos nombres: los de los jóvenes reporteros de información local Bob Woodward y Carl Bern-stein, que firmaban las noticias. Tardamos bastante más en enterarnos del papel decisivo que Bradlee y la editora del diario, Katharine Graham, desempeñaron en la hazaña periodística. Bradlee mantuvo su confianza en los dos novatos aun cuando se fue viendo que el asunto tenía una enorme relevancia política, mucho más allá del mero suceso local -la detención de unos intrusos relacionados con el exilio cubano que habían penetrado en la sede demócrata para robar archivos- y junto a Graham resistió imperturbablemente las cada vez más intensas presiones del poder para que abandonasen sus pesquisas. Al final, la valentía ha sido su mayor triunfo profesional.

A lo largo de esos dos años decisivos, hasta agosto de 1974, cuando Nixon tiró la toalla, los corresponsales entonces destinados a Estados Unidos esperaban como agua de mayo las informaciones diarias de Woodward y Bernstein. Los que tenían base en Nueva York se desesperaban porque no les llegaba la primera edición del Post, la de la noche anterior, y tenían que contentarse con la de The New York Times -que había contratado a otro gran reportero, Seymour Hersh, para no quedar totalmente descolgado de la enorme historia de la delincuencia orquestada desde la Casa Blanca- o con lo que la televisión, y especialmente Daniel Schorr en la CBS, resumía sobre las novedades del día en los dos grandes diarios de entonces.

Pero no fue en realidad hasta la aparición en 1976 de la mejor película sobre periodismo jamás realizada, Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula, basada en el libro de Woodward y Bernstein, cuando nos percatamos del decisivo papel desempeñado por Bradlee en aquella historia.

Como ayer recordaba el Post, el papel de Bradlee durante aquellos dos años históricos fue, en palabras de Woodward, «una presencia, una fuerte». Y el reportero, y luego durante muchos años subdirector del periódico, recuerda cuánto odiaba estas frases de Bradlee en aquellos tiempos: «Todavía no lo tienes, chico. ¿Lo hemos demostrado?». Con esa exigencia logró que todo lo que publicaba el periódico acabase, como se dice en España, yendo a misa.

La fórmula de éxito que Bradlee instauró en el Post estaba basada en reporterismo activo y arriesgado y en la publicación de historias humanas con gran colorido y profundidad, de las que anteriormente aparecían tan sólo en las páginas de las revistas. Con esa fórmula cosechó importantes éxitos, que empezaron con la publicación en 1971 -simultáneamente con su gran rival, The New York Times- de los papeles del Pentágono que dejaban en mal lugar la gestión estadounidense de la guerra de Vietnam. Pero también conoció el fracaso, simbolizado en su devolución en 1981 del premio Pulitzer ganado por su reportera Janet Cooke por la historia de un heroinómano de diez años de edad que resultó ser un personaje tan ficticio como el currículo que Cooke se había inventado para ser contratada por el Post. Con el escándalo de otro fabulador, Jayson Blair, The New York Times demostraría unos años más tarde la misma debilidad de muchos periódicos progresistas de la época: a un joven reportero afroamericano se le ampara y promueve, sin hacer muchas preguntas ni comprobaciones.

Bostoniano, miembro de una familia brahmin -apodo aplicado a las más linajudas familias de Nueva Inglaterra, por paralelismo con la más alta casta dentro del sistema hindú, la de los brahmanes-, la Crownin-shield, Bradlee llegó al Post con un historial bastante prototípico.

Graduado -en filología griega e inglesa- por la Universidad de Harvard tras una juventud afectada por la poliomielitis, de la que se recuperó bien debido en buena parte a su dedicación al béisbol, Bradlee se apuntó a la Marina de guerra dos horas después de obtener su diploma y combatió durante tres años a bordo de diferentes buques en el Pacífico. Tras lanzar un pequeño periódico en Nueva Inglaterra, llegó por primera vez al Post en 1948, haciéndose amigo de Philip Graham, el marido de Katharine. Éste le ayudó a conseguir en 1951 el puesto de agregado de prensa en la Embajada de Estados Unidos en Francia.

A lo largo de los años 50, Bradlee prosiguió un recorrido profesional que sin duda le enseñó mucho sobre los entresijos del poder: trabajó para el Departamento de Estado y simultáneamente para la CIA en Francia, y luego, como corresponsal de la revista Newsweek, se ha dado a entender que siguió colaborando con los servicios secretos de Estados Unidos. Entrevistó a dirigentes del Frente de Liberación Nacional argelino en 1957, y por ese motivo estuvo al borde de la expulsión de territorio francés. Nombrado delegado de Newsweek en Washington, se encargó de negociar con su amigo Graham la venta de la revista al Post, que luego pasaría a dirigir.

En sus últimos años, Bradlee ha asistido a la crisis de la prensa y, a la venta, a su vez, del Post al magnate Jeff Bezos. A precio de saldo.

Bradlee deja cuatro hijos de tres matrimonios y a su viuda, Sally Quinn, con la que compartió los 36 últimos años de su vida y que fue también una de las reporteras más brillantes y respetadas del Post.

Benjamin Crowninshield Bradlee, periodista, nació en Boston el 26 de agosto de 1921 y falleció en Washington, D.C. el 21 de octubre de 2014.

Víctor de la Serna, adjunto a la Dirección del diario El Mundo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *