Beneyta Catalunya

El incumplimiento de los aspectos financieros del Estatut aprobado por el pueblo catalán y las Cortes, junto con su declaración de inconstitucionalidad por parte del más alto tribunal español, es una combinación que tendría graves consecuencias para el futuro de Catalunya. La declaración que firman varios ciudadanos muy responsables en este periódico afirma que esta doble posibilidad «marcará el futuro de la sociedad catalana» y pide, al mismo tiempo, y sin ambages, una respuesta muy firme.

El Gobierno español, metido a fondo en inacabables negociaciones con todas las regiones españolas y con las diversas naciones de la Península (todas, llamadas comunidades autónomas, como si fueran lo mismo, y entre las que hay varias provincias castellanas transformadas en sendas autonomías), no encuentra el modo de tratar con Catalunya como hace falta. La prolongación interminable de las negociaciones para la financiación hace temer lo peor.

Se podría pensar que existe una falta de coraje por parte del Gobierno español para dar el paso adelante que supone la aceptación de las consecuencias de un Estatut que él mismo presentó y aprobó en el Congreso de los Diputados. Sin embargo, tenemos derecho a pensar que la cosa tiene, lamentablemente, raíces más profundas. Quizá responde a una falta de convicción de que los catalanes realmente somos una nación suficientemente distinta. La versión más común es que existe una corriente unitaria y centralista –que ayer estaba representada por el difunto franquismo y hoy por el Partido Popular– a la que le repugna toda concepción de pluralismo nacional, pero que la izquierda española, sin embargo, no sufriría esta enfermedad.

Históricamente, los esfuerzos de notables corrientes liberales españolas que entendían a Catalunya o bien acontecimientos tales como la creación de un partido comunista en Catalunya –el PSUC--internacionalmente reconocido como soberano, daban esperanzas de lograr la consolidación, tarde o temprano, de un universo hispánico solidario y respetuoso con la pluralidad nacional.

El propio Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, al hablar con tanta frecuencia de «la España plural», ha fomentado la esperanza de que prospere este comportamiento.

Naturalmente, la credulidad de la ciudadanía ante la retórica de los que mandan suele tener un límite. No se puede hablar incesantemente de sistema radial de transportes y no cambiar de rumbo: ni los aeropuertos son transferidos ni los ferrocarriles abandonan un esquema radial radical. Tampoco se puede hablar de republicanismo político, como ha hecho el presidente del Gobierno español tantas veces, sin poner en práctica algunos de los postulados elementales de esta conocida filosofía política. (La cual, de momento, no implica, evidentemente, la eliminación anticonstitucional de la Corona, sino una forma de practicar la participación ciudadana).

Salvo invitar y contratar a un profesor extranjero que no conoce la lengua castellana para juzgar el imaginario republicanismo del Gobierno español, la Moncloa no ha hecho nada en esta dirección. Se pueden decir muchas otras cosas. Lo que no podemos esperar es que nos convenzan las palabras y no los hechos.

Se acerca la hora de que en Catalunya las palabras sean vistas como lo que son, y nada más. Cuando ciudadanos tan sensatos y comedidos en su juicio, tan responsables como representantes de instituciones respetabilísimas, algunas muy queridas, otras verdaderamente venerables, redactan una declaración –un manifiesto, prácticamente– como el que ha acogido EL PERIÓDICO en sus páginas, es que la paciencia se está acabando.

Este año celebramos el 600° aniversario del filósofo político catalán más grande de todos los tiempos, Francesc Eiximenis, muerto significativamenter en Perpinyà, en 1409, en el que hoy es territorio bajo una jacobina administración francesa. (Esta, afortunadamente, no engaña con pluralismos nacionales). Gerundense de nacimiento, valenciano de adopción, él fue quien mejor desarrolló una teoría política del pactismo. La república, la cosa pública como él decía, tenía que gobernarse por la paciencia, los pactos, las negociaciones y, eso sí, con la presencia activa de los ciudadanos, los hombres honrados, reunidos en asambleas deliberativas.

Eiximenis, hombre sereno y racional, no obstante, recordaba a su patria con la expresión la meva beneyta Catalunya. Deseo pensar que en su tiempo, a caballo de los siglos XIV y XV, beneyt significaba bendecido por los dioses inmortales, o bien, puesto que era un buen fraile franciscano, bendecido por Dios todopoderoso. Esperamos ser siempre bendecidos, pero no benditos. Si las cosas se tuercen, queridos compatriotas, no seamos benditos.

Salvador Giner, presidente del Institut d’Estudis Catalans.