Benito Pérez Dramón

Benito Pérez Dramón

La Educación, en España, es como un chotis, o sea, un pifostio muy siglo XIX y muy antiguo. Y es que, desde lo de las Cortes de Cádiz, que fue una especie de chirigota contra Napoleón, los chulapos y las chulapas de nuestra política nacional vienen sacando a bailar a la señora Educación con regularidad y astracanería, de farra por las calles de Madrid y emperifollada de enmiendas legislativas, pero nadie aprende nada.

Yo, desde luego, mucha reforma educativa y mucho chotis pedagógico, pero tuve que llegar a la tesis doctoral para entender una cosa básica en filología, como quien se da cuenta de que Popeye viene del inglés, pop-eye, es decir, ojo saltón. Me explico.

Para mí, antes, con una visión a medio camino entre la EGB y la ESO, la historia de la literatura era una cadena de tajos o abismos en el tiempo, de modo que, en 1897, Benito Pérez Galdós estaba redivivo, como los 175 años que se cumplen hoy de su nacimiento, pero, en 1898, ¡oh, desastre!, lo daba matemáticamente por muerto, y ya solo existían Unamuno, Baroja, Machado y demás ralea generacional. La culpa de mi desatino era, sin duda, del sistema, porque el libro de texto ponía nítidamente que Galdós murió en 1920.

Total, que es ahora cuando descubro, con sorpresa, que Unamuno, de joven, le mandó a Galdós un ejemplar de una novela primeriza, Paz en la guerra. Bien mirado, esto es lo típico que hace cualquier escritor bisoño, lleno de admiración por sus mayores. Pero Galdós, ¡to malaje!, pasó de leerse el libro, porque pensaría, por el título, que aquello era un refrito vascuence de Tolstoi. Y porque a ver quién se ha creído este muchacho: que el realista ruso en España soy yo y que, para batallitas carlistas y otras chalauras de la historia patria, que se compre mis Episodios Nacionales, ¡hombre ya!

Si es verídico este brote de indignación, entonces hoy a Galdós le daría un patatús, ya que todo el mundo anda copiándole sus historionovelas, y hasta el apellido, de Almudena Grandes a Pérez Reverte. Pero ¡qué remedio!: en esto del arte ya está todo inventado. Si se piensa, por ejemplo, la flipada de las series no es más que el dramón decimonónico, y no por ello hay que rasgarse las vestiduras, en plan la decadencia posmoderna de los estudios de humanidades.

Sin ir más lejos, a Galdós le escandalizaba la viscosidad de culebrón de los folletines, pero resulta que él sazonaba sus novelas con un mismo retrogusto de mujeres atormentadas. Vamos, que el destino trágico de Fortunata y Jacinta es igual que el de la alta burguesía de Nicole Kidman y el de los orígenes modestos de Shailene Woodley en Big Little Lies.

Luego, está el desaguisado de los conceptos, que no hay Ley de Calidad que les de brillo y esplendor. Tenemos la mítica imagen del realismo de Galdós, que recorre y estudia las calles de Madrid como un mapa mudo para poder topografiarlas en las páginas de sus libros. Y nos imaginamos el relato de costumbres soso y aburrido, lleno de cuidadas descripciones. ¡Paparruchas!

Galdós hizo como todo hijo de vecino literario: echarle imaginación al asunto. Con la desinhibición que da la edad, tuvo la desfachatez de confesarlo en unas Memorias de un desmemoriado, que es como decir que, como no me acuerdo, me lo invento. Y ya de joven lo había dejado claro: “Realidad, realidad; queremos ver la sociedad tal cual es, inmunda, corrompida, cenagosa, fangosa. Poco importa que las concordancias gramaticales sean un tanto vizcaínas, y los giros un poco transpirenaicos. ¡Realidad!”. Para Galdós, por tanto, la realidad era una cosa muy sesgada; y lo de escribir bien, ni fú. Por eso, Galdós, en el Parnaso Modernista, era Don Benito el Garbancero.

Hoy, las redes habrían ardido, por aquello de que Galdós llamara catetos lingüísticos a los vascos. ¡Para correrlo a gorrazos! Pero, entonces, no había Twitter ni poscensura, sino Iglesia católica, apostólica y romana, así que el revuelo lo causó el revelado fotográfico de los marrones de la sociedad y del ser humano, por inmoral. O sea, la cuestión palpitante, según explicó Emilia Pardo Bazán, que fue novieta de Galdós. Por cierto, que no fue la única, sino solo un eslabón más en su particular y flaubertiano dramón sentimental.

Galdós no quiso casarse nunca, porque pa qué. Sin embargo, ya lo dijo su criado: “¡No he conocido hombre más faldero! Aquí un lío, allí otro. Si no trajo al mundo diez o doce hijos naturales, no trajo ninguno”. Es de suponer que en esto de los tipos de vástagos basó Galdós su naturalismo, si bien Gregorio Marañón, que fue su médico a la vejez, explicó que estos escarceos eran, meramente, “roces con la realidad”.

De un modo u otro, con este historial, hubo materia para varias novelas. Una mantenida suya, Lorenza Cobián, protagonizó el “Suicidio de una loca”, según el titular en un periódico de la época. Y otra querida, Concha Morell, por llamar su atención, se convirtió al judaísmo, en pleno Concilio Vaticano, ¡con dos ovarios!

Por supuesto, esto no viene de la nada, sino que es puro determinismo desde la infancia. En las Canarias, el Galdós adolescente se enamoró de una cubana, con nombre de Sálvame Deluxe y apellido anglosajón: Sisita Tate. Mamá Dolores, arrebolada de prejuicios y narrativa galdosiana, acabó con esa relación, porque era comidilla inaceptable de pescadores, y mandó a Benito a Madrid.

¡En buena hora! De haberse quedado en su isla, tal vez hoy no tendríamos al gran escritor que nunca ganó el Nobel, porque se lo llevó Echegaray, por una incomprensible cuadratura del círculo.

Conste que este triunfo no llegó sin esfuerzo. En Madrid, Galdós fue el típico mal estudiante, que se sacó la carrera de Derecho como quien hoy aprueba un máster: “en la plaza de la Cebada y el café de Naranjeros, pisando tronchos y cáscaras de gambas”. Normal: Galdós centró su empeño en la tarea descomunal de la escritura perpetua. Por eso, en su casa dejaba dicho, por si llamaban a su puerta: “No estoy para nadie: ni Cristo Padre ni Dios Bendito”.

Otra tara del aparato educativo del Estado es que ya nadie recuerda que Galdós, además de novelista, fue un masca del teatro, preocupado por el éxito. Una vez, en el Teatro de la Comedia, una obra de Galdós no arrancó al público en aplausos, y, del disgusto, al actor primero le dio una hemorragia de garganta. Con todo, a pesar de estos deslices, el teatro de Galdós era un arco del triunfo. Y, por sus ideas de rojazo, un cóctel incendiario.

Con Electra, en el Teatro Español (1901), Galdós le metió mano sin pudor a las faldas de las monjas y las sonatas de los curas, y fue un “fenómeno de alucinación colectiva” (Ortiz-Armengol dixit). Entre el público, Valle-Inclán lloró y el fantasma de la protagonista le agarró el brazo a Pío Baroja. Y, en sociedad, la Iglesia, a causa de esta obra, decretó (¡qué cosas!) que el liberalismo era pecado, de modo que los empresarios de provincias amenazaron con despidos a los trabajadores que fueran a verla a los teatros locales.

Por tanto, ni oro el realismo parece, ni de Galdós sabemos si plátano fue. Son los dramones que no nos explican las leyes de Educación en España. Nos queda el consuelo de que, al menos, Galdós cuidó muy bien de esta señora tan educada, porque fue un hombre bueno, comprometido con el progreso, y un genio indiscutible de las letras universales. Por eso hay que llorarle: porque fue apagándose en una inexorable ceguera hacia la muerte.

En sus últimos días, tenía que estrujarse penosamente los ojos y agarrar fuerte la tinta para poner, con mano temblorosa, unas pocas líneas sobre el papel, o bien dictarle su voz a un secretario, sumido en la oscuridad oftalmológica. Y, aun así, no dejó de escribir hasta el final, porque era un vitalista. Ya viejito como una pasa y sin visión alguna, lo llevaron ante un busto erigido en su honor, y, después de tocarlo, para colmo de realismos, pudo exclamar: “¡se parece a mí!”.

Guillermo Laín Corona es profesor de Literatura Española en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

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