Bentham y el Estatut

Por José María Lassalle. Diputado del Grupo Popular y profesor de Sistemas Políticos Comparados (ABC, 13/01/06):

SEGURO que Jeremy Bentham hubiera encontrado en el proyecto de reforma del Estatut de Cataluña un asunto de extraordinario interés analítico. Desde su refugio de Queen´s Square Place, en pleno Westminster londinense, se asomaría todos los días a los debates generados en España. Incluso abordaría con alguno de sus amigos, quizá con Austin, Mill o con el hijo de éste, John Stuart Mill, más de una interminable y sesuda conversación acerca del texto de la reforma estatutaria.

Se haría traer los diarios y gacetas de Madrid y Barcelona. Intercambiaría correspondencia con sus discípulos españoles y con el bien informado Blanco White, que desde la vecina Oxford desmenuzaría los entresijos ocultos del debate. Los contactos universitarios de este último lo pondrían en comunicación con la capilaridad política catalana que se nutre de aquéllos y, de este modo, la cátedra del sevillano se convertiría en la plataforma panóptica que permitiría a Bentham examinar cómo una sociedad históricamente comprometida con las enseñanzas del equilibrado «seny» había podido entregarse a un inesperado rapto de enfervorizada «rauxa».

Sentado en el escritorio de su biblioteca, el padre del utilitarismo acodaría su gesto, pondría su atención en el farragoso proyecto legal y llegaría a la temprana conclusión de que la reforma estatutaria encarnaría la más perfecta representación de los antípodas de sus enseñanzas. Y no sólo porque la falta en el texto de la reforma catalana de un lenguaje sencillo, claro e inequívoco hubiese propiciado una redacción oracular, oscura, voluminosa y preñada de reiteraciones y ambigüedades, sino porque parecía concebido como una pieza destinada a contrariar los fines que deberían presidir la racionalidad de cualquier legislador moderno: la igualdad, la seguridad y un orden eficiente de propiedad. Y si no, ¿acaso el legislador catalán desconocía que dentro del Estado constitucional de Derecho la justificación de la norma no sólo reside en la autoridad o legitimidad del sujeto que la genera sino en el contenido mismo de la decisión que asume, que ha de ser acorde con la Constitución si no quiere dañar su calidad y su eficacia? Es más, ¿cómo catalogar un proyecto legal que lesionaba deliberadamente su propia racionalidad operativa al vulnerar la sistematicidad que imponen las exigencias de unidad, completitud y coherencia lógicas que presiden la elaboración de una norma destinada a formar parte de un ordenamiento jurídico?

Producto depurado del King´s Bench Division de la High Court de Londres, el pragmatismo jurídico de Bentham tendría que ruborizarse ante tal cúmulo de vulneraciones de la racionalidad legislativa. Para alguien que seguía creyendo que el orden jurídico debía ser un mecanismo de ajuste de intereses que naciera de un compromiso social inspirado en un cálculo de utilidad que eludiera los excesos y buscara la felicidad del mayor número, aquella propuesta tendría que sorprenderle debido a la desmedida emocionalidad ideológica que envolvía una puesta en escena políticamente caracterizada por la falta de prudencia, moderación y sentido de la oportunidad. ¿Cómo explicar si no que hubiera podido prosperar un texto tan historicista y comunitarista como aquél, más en sintonía con la filosofía política holista que con una visión liberal en la que las instituciones políticas no son nunca «totalidades éticas» que subsumen a la sociedad sino entes artificiales e instrumentales al servicio de la libertad de los ciudadanos?

Su avezado olfato liberal lo haría desconfiar ante un legislador hiperactivo, obsesionado por el desarrollo de una ingeniería social dirigista que llegaría incluso a detallar pormenorizadamente el contenido de los derechos de los ciudadanos. Su desprecio hacia las abstracciones y las emociones haría que pensara finalmente que la propuesta había sido elaborada conforme a pautas más propias de la retórica rupturista del romanticismo político que de la ontología técnico-jurídica de un legislador del siglo XXI volcado sobre la desactivación de conflictos y la articulación de soluciones neutras que propiciasen la gestión igualitaria y eficiente de la complejidad.

Pero el cambio de año habría sumido a Bentham en la perplejidad. Las últimas noticias llegadas de España tendrían que haber mermado la frescura de su juicio ante la constatación de que lo que se palpaba detrás de la reforma no era otra cosa que la lógica imperativa de toda esa maraña de «siniestros intereses» que persiguen la satisfacción de expectativas particulares de felicidad que, eso sí, logran envolverse con habilidad bajo el manto de infinitas falacias y ficciones. Aquí el optimismo voluntarista de Bentham cedería finalmente ante los nubarrones de su pesimismo hobbesiano y su reflexión se abandonaría a la fatalidad de detectar la presencia de esos intereses que hacen que incluso los gobiernos cedan a la tentación de pensar en cómo salvaguardar su propia expectativa de felicidad particular. ¿Acaso no era eso lo que evidenciaba la negociación secreta que, al margen de los cauces parlamentarios de transparencia y publicidad, trataba de conciliar los intereses que los promotores de la reforma habrían querido poner en juego?

Su conocimiento de Cataluña era el de una sociedad pragmática que se había caracterizado históricamente por buscar tan sólo lo posible. ¿Por qué rebasar entonces tan abruptamente los límites de la arquitectura constitucional que había demostrado cumplir la máxima utilitaria de que el fin del legislador ha de ser conseguir la mayor felicidad del mayor número? ¿No sería que estaba buscando alguna otra felicidad inconfesable bajo el estruendo de tantísimo ruido y furia? Ante tal hipótesis su mente no tendría más remedio que detenerse. Entonces, quizá, la fría oscuridad invernal londinense provocaría que la imagen de Macbeth se cruzara por delante de sus ojos y recordara que «la vida no es más que una sombra... Un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa».