Berlín vuelve a tener frío

El pasado miércoles desestimamos en el Parlamento Europeo una moción de la izquierda contraria al proyecto de la Comisión de considerar medioambientalmente sostenibles determinadas actividades relacionadas con la energía nuclear y el gas.

En efecto, la transición ecológica, mal que le pese a algunos, no puede llevarse a cabo con éxito sin el respaldo de estas actividades. ¿Por qué? Porque el bienestar de nuestras sociedades depende de la energía, y las renovables, aunque debamos seguir apostando por ellas, no dan más de sí a día de hoy.

Ha sido un triunfo de la realpolitik (o del sentido común, si lo prefieren) sobre el fundamentalismo ecológico más cerril. Lamentablemente, ha tenido que ser una terrible guerra librándose ante nuestras mismas puertas lo que haya hecho caer la venda de los ojos de Europa.

Como consecuencia del conflicto en Ucrania, los precios de la energía se han incrementado, con efectos que se dejan sentir en todos los sectores económicos. La espiral inflacionista no parece tener fin, y los meses que se avecinan serán duros en términos económicos y sociales, como ya observamos en otras latitudes.

Ojalá la venda hubiese caído en otras circunstancias y mucho antes, cuando algunos advertíamos que la política energética de todo un continente no puede basarse en eslóganes vacíos y en las consignas puramente ideológicas de grupos fundamentalistas. No se puede renunciar a la energía nuclear o al gas de la noche a la mañana, como pretenden algunos, sin que nuestras sociedades retrocedan a escenarios socialmente dramáticos que solo recuerdan los más ancianos, quienes vivieron la posguerra en Europa.

Resulta surrealista observar cómo Centroeuropa, y Alemania la primera, se desliza a ritmo constante hacia un abismo de racionamiento energético y cortes de suministro, pero es la consecuencia última y lógica de su política energética.

En 2002 el Gobierno de Gerhard Schröder decidió que las nucleares eran cosa del pasado. Años más tarde, la tentación de Angela Merkel de revertir aquella decisión fue cortada en seco cuando el accidente nuclear de Fukushima desató una ola de pánico nuclear entre los alemanes. Nadie se tomó la molestia de hacer pedagogía y explicar, con valentía y sensatez, que el accidente en Fukushima se debió a un terremoto de magnitud 9 en la escala de Richter, seguido de un tsunami devastador, hechos absolutamente improbables en suelo alemán.

Alemania desoyó el sentido común, prestó oídos en su lugar a los berridos histéricos de los activistas, renunció a la energía nuclear y en consecuencia se volvió dependiente del gas. Y, lo que es peor, dependiente del gas ruso, como atestigua la construcción del NordStream 2. Esto hacía del país un juguete en manos de Putin; presenciábamos el suicidio geopolítico del primus inter pares europeo y mucha gente no se daba o no quería darse cuenta.

Cuando en 2018 el caricaturesco Donald Trump osó señalar con su habitual desparpajo la desnudez del emperador en la sede de Naciones Unidas, los alemanes se rieron. Cuatro años después, Putin ha movido ficha, seguro de haber desactivado a Berlín. Y aunque finalmente Alemania se sumó a quienes reclamábamos sanciones contra Rusia por su invasión criminal de Ucrania, muchos recordarán la mansedumbre inicial germana y lo que costó que arrimase el hombro.

Hoy, con el suministro de gas ruso comprometido, todo apunta a que los alemanes pasarán frío en invierno por primera vez en décadas, y con ellos una buena parte de Europa. Que ahora felizmente demos marcha atrás en esa política energética sin sentido, rehabilitando fuentes de energía que supuestamente pertenecían al pasado, difícilmente evitará esto, ya que el barco es grande, y costará vencer a su inercia. Las políticas, para que surtan el efecto deseado en el momento justo, hay que tomarlas con previsión.

Por esto último resulta tan sangrante, por la parte que nos toca a los españoles, la negligencia del Gobierno de Sánchez. España, que recibe su gas de Argelia y no de Rusia, tenía el viento a favor para convertirse en el hub gasístico de Europa. Además, con nuestra posición privilegiada entre Atlántico y Mediterráneo y nuestras seis plantas de regasificación, podíamos ser la puerta de entrada a Europa del gas natural licuado de aliados como Estados Unidos o Qatar.

Lo único que hacía falta era cuidar nuestra relación con Argel y concluir el gasoducto del Midcat, para conectar la península al resto de Europa. Las dos cosas las ha dinamitado el Gobierno, en lo que cualquiera diría que ha sido una operación de sabotaje en favor de Italia, país que sí está haciendo sus deberes.

Es igualmente desesperante que, mientras Francia y una escarmentada Alemania han saludado el resultado de la votación de ayer en la Eurocámara, nuestro Gobierno se una a los más radicales ecologistas e insista en la demonización de fuentes de energía que la realidad ha demostrado son vitales para la supervivencia de Europa. Aunque la ministra Ribera se niegue a aceptarlo, el tiempo de los eslóganes de parvulario ha pasado, y quienes vemos claro que la viabilidad del proyecto europeo pasa por estar preparados ante cualquier contingencia geopolítica no dejaremos de dar la batalla desde Bruselas. Por Europa y por España.

José Ramón Bauzá es expresidente de Baleares, eurodiputado de Ciudadanos y miembro de la Comisión de Exteriores del Parlamento Europeo.

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