¿Biden al asalto del liderazgo (climático) europeo?

Estos últimos han sido días de exaltación frenética para el habitualmente caracterizado como sinsustancia y caduco 46 Presidente de los EEUU. Iniciada con el Global Leaders Summit on the Occasion of Earth Day –22 y 23, jueves y viernes de la semana pasada– culminó anteayer, que cumplía 100 días en la Casa Blanca, con su primer discurso en Sesión Conjunta del Congreso (cuidado con llamarle «State of the Union» –que es lo que fue–: se ha mirado mucho para guardar la expresión para otra ocasión).

Constituyó el broche de la impresionante hilera de medidas tomadas e iniciativas lanzadas en este corto periodo. Excepcionales en trascendencia. Y en número: 40 Executive Orders, más que doblando a Franklin D. Roosevelt, quien hasta ahora ostentaba la palma: 19 de estos actos, exclusivos del inquilino de la Casa Blanca, arrancaron en 1933 el New Deal. Además, fue entonces Roosevelt quien dirigiéndose a la nación por radio incorporó el marcador de los 100 días a la tradición política americana.

Como era de esperar, la alocución ante el Congreso se centró en cuestiones internas –del éxito de la campaña de vacunación a la ingente movilización de fondos públicos para políticas sociales o infraestructuras–. Pero destaca el más breve mensaje exterior, desacomplejadamente dedicado a China, con una interpelación –cartas boca arriba– al propio Xi Jinping (recomendable crónica de Pablo Pardo ayer en este diario).

En conjunto transpira (y esperemos empiece a calar) el gran mensaje de esta primera rodadura de la Administración Biden: firme ambición de reorientar el país en sentido opuesto al rumbo de colisión y quiebra exhibido por Trump. La zafiedad y bravuconería trumpistas que sembraron desconfianza entre los aliados, proyectando la imagen de un país replegado en sí mismo –America First–, cansado de liderar, vulnerable, decadentemente anclado en el mundo de ayer.

El mensaje de Biden, compendiado en su «Foreign Policy for the middle class» («política exterior para la clase media») se declina desde un novedoso reconocimiento de las debilidades y fisuras de la sociedad americana: del reto de mantenerse a la cabeza de la innovación tecnológica, al de restañar la sociedad dividida. Sobre esos cimientos emerge la reafirmación de un liderazgo aglutinador. Sus desvelos por recuperar posición con afines son paradigmáticos, y no menos reseñable es su empeño en las grandes causas globales.

Tras pasar cuatro años lamiéndonos las heridas por la destrucción trumpista de la relación trasatlántica, por el ninguneo infligido por el 45 Presidente, por la voladura del sistema multilateral, sería razonable que desde este lado del Atlántico se emitiesen señales de satisfacción y proyectos a discutir y desarrollar en común. Pues no. Y un buen ejemplo nos lo brinda precisamente el cambio climático.

En esta semana maratoniana, horas antes del inicio de la cumbre del 22 y 23, la Casa Blanca anunciaba formalmente el compromiso de Estados Unidos de reducir en un 50-52% sus emisiones para 2030 con respecto al año 2005, doblando incluso la apuesta de Obama de recortar un 25% para 2025. Y este anuncio se inscribe en proyectos concretos de transición energética, metas claras para nuevas tecnologías y una estrategia internacional con lineas definidas.

Los europeos melindrosos, temerosos de que vuelva la América Trump, obnubilados por la caza del gamusino –soberanía estratégica–, con el poderoso argumento de que nuestro Green Deal es más completo y mucho mejor que lo que Washington propone, reclamamos nuestra primogenitura y seriamente estamos considerando lanzar a finales de mayo otra cumbre climática para iniciar conversaciones con los aliados. ¿Que no se cree, lector, que a un mes de distancia armemos un nuevo encuentro de líderes mundiales sobre el clima para explicar los matices de lo nuestro? Pues… salvo ataque de cordura interviniente, espere a final de mayo.

Es cierto que Europa ha abanderado, desde hace más de veinticinco años, la toma de conciencia –hoy universal– del riesgo que las emisiones invernadero, en particular el CO2, representan para el planeta. Y que hemos mantenido la posición mucho tiempo en solitario, y tras el abandono perpetrado por Trump. Y que vamos a la cabeza en ambición.

Dicho esto, parecemos olvidar la lección del fiasco de Copenhague en 2009, cuando creímos que el mundo aplaudiría y nos seguiría mansamente en nuestro ambicioso compromiso de recortar unilateralmente emisiones. Y las difíciles negociaciones que finalmente concluyeron en el Pacto de París de 2015, cuando propugnábamos un acuerdo «jurídicamente vinculante» –un clásico producto de Derecho internacional Público como lo fue el Protocolo de Kioto de 1997, esa piedra fundacional de nuestra batalla, pese a los precarios resultados obtenidos en aquella singladura–. Nos minorizaron, y el liderazgo francamente lo llevó EEUU… a puerto, al puerto que era factible, lejos de nuestro tropismo por la regulación.

Además de la juridicidad que a nosotros nos va bien –está ya en su recta final la Ley Europea del Clima, bienvenida sea– pero es insostenible en el mundo de hoy; además de que los argumentos morales tienen corto recorrido en relaciones internacionales; además de nuestra carencia de una estrategia geopolítica; además, están nuestros prejuicios. Si se trata de descarbonizar, ¿cómo cuadra la cruzada oficial contra el nuclear?, ¿y el anatema desde ya al gas que tiene una utilidad de transición indudable?

Y volvamos a China, que justificadamente centró la componente internacional del aludido discurso de los 100 días. Pekín ha declarado voluntad de seguir creciendo en emisiones hasta 2030 y alcanzar la neutralidad en 2060, sin ninguna indicación de cómo piensa proceder. Bien sabemos, los europeos y en particular los españoles, de la competitividad que la industria respaldada por el poder central alcanza en China. Hoy dominan la producción y comercialización de paneles solares fotovoltaicos, y van a la cabeza en baterías, con alto control de materias primas indispensables. Y cuando hay una apuesta fuerte por el hidrógeno verde, resulta que también miramos a China en busca de hidrogeneras. ¿No es de sentido común superar planteamientos ideológicos frente a tal o cual tecnología y buscar alianzas –en primer lugar trasatlánticas–?

El cambio climático es «la crisis existencial de nuestro tiempo» (en cita de Biden la semana pasada). Si estamos de acuerdo, entonces objetivo fundamental es la disminución de emisiones contaminantes de efecto invernadero a la atmósfera, y en particular la descarbonización. No podemos desviarnos ni enzarzarnos en peleas de campanario. Este reto planetario requiere un empuje internacional que únicamente puede basarse en un esfuerzo trasatlántico coordinado que sume afines.

Ana Palacio

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