Biden ante la mar gruesa internacional

Superado el primer mes de la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, los problemas domésticos, junto al impasse generado por la pandemia, han focalizado su acción. Una vez quede despejado el horizonte gracias a las vacunaciones masivas, el presidente estadounidense ha de asumir el liderazgo global en un contexto internacional que, si aplicamos la Escala Douglas para tipificar los estados del océano, podríamos identificar de mar gruesa. Vayamos a sus orígenes.

China pretende erigirse en alternativa sistémica a las democracias liberales. Para alcanzar el objetivo tiene dos instrumentos. El primero es la nueva ruta de la seda, una red terrestre, aérea y marítima gobernada desde Pekín, cuyas arterias permiten la penetración del gigante asiático en el resto del planeta. El segundo instrumento chino es la tecnología alta y de consumo, ejemplificada en el 5G, que facilita a quien la controle eventuales injerencias en sectores públicos o privados.

Rusia mantiene la ocupación de Crimea. En paralelo, interfiere a nivel interno en las democracias occidentales. En 2016 se ha reconocido la larga mano del Kremlin en las elecciones estadounidenses y en el referéndum británico del Brexit. En España, como es sabido, intervino en 2018 en favor del proceso anticonstitucional del independentismo en Cataluña.

Pocas dudas existen sobre la tendencia de Recep Tayyip Erdogan por controlar los tres poderes del Estado turco. Sus ambiciones neo-otomanas, mecidas en la ideología de los Hermanos Musulmanes, a los que Erdogan es afín, acumulan dos recientes victorias militares: Libia y Nagorno-Karabaj. A ello se añaden recientes incursiones unilaterales en aguas griegas y chipriotas, mientras mantiene una excelente relación con el Qatar de Al Jazeera. En agosto, además, recibió de Rusia un segundo suministro de misiles antiaéreos S-400, incompatibles con el sistema OTAN al que pertenece Turquía. Los S-400 detectan las debilidades de los últimos modelos de aviones de combate F-35, fabricados por EEUU. De ahí las sanciones de Washington a Ankara.

El Irán de los ayatolás ha comenzado a enriquecer plutonio al 20%, contraviniendo así los acuerdos firmados con Obama en 2015 de los que luego se retiró Trump en 2018. En Afganistán, los talibán adquieren según pasa el tiempo mayor control sobre el territorio.

Si recapitulamos, descubrimos que emerge en todas partes, también en Latinoamérica, una pléyade de autócratas sustentados sobre una base nacionalista que ellos mismos azuzan. Aunque de orientaciones ideológicas diversas, los déspotas, además del fuerte nacionalismo, comparten un objetivo común: la imposición de un nuevo equilibro internacional que, de hecho o de derecho, promueva el modelo de partido único, con el consiguiente derribo del sistema de libertades instaurado tras la Segunda Guerra Mundial.

Biden conoce este escenario. ¿Qué hará? Por los atisbos del programa que ha comenzado a poner en marcha, sabemos que busca el entendimiento con sus aliados de la UE y la OTAN. Con la actual mar gruesa resultan imprescindibles los primeros pasos; véase la reinserción de EEUU en la OMS y el Tratado de París sobre Cambio Climático, la recuperación del protagonismo en la OMC, un diálogo eficaz con sus tradicionales interlocutores estratégicos o la prórroga del Tratado New START con Rusia. Pasos imprescindibles, sí, aunque no suficientes. En efecto, el statu quo mundial ha mutado a peor. No basta con regresar a la anterior casilla –la era Obama–, porque estaba diseñada en referencia a un mundo que ya no existe.

Ante el avance de las autocracias, múltiples intereses de las democracias –unos, de naturaleza política y humanitaria; otros, de corte geopolítico y comercial; todos, de progreso y bienestar social– impulsan a la promoción de las libertades. EEUU, como primera potencia mundial, que además se gobierna mediante un sistema democrático estable, parece la nación llamada a protagonizar dicha misión.

Ahora bien, para que Norteamérica lidere el multilateralismo y refuerce el orden democrático precisa no solo una estrategia política nítida, sino también de una opinión pública global que, primero, comprenda y, acto seguido, comparta una narrativa racional que combata retos emergentes y guíe hacia el mañana. No resultará sencillo. La realidad objetiva es que las rápidas transformaciones que experimenta el orden mundial impactarán más pronto que tarde en los niveles domésticos, pero el campo semántico internacional está emborronado, abstraído y falto de norte.

La anterior Administración estadounidense ha malgastado cuatro años en sembrar planteamientos marcados por la suspicacia, el unilateralismo y la extravagancia. De acuerdo con su pensamiento subyacente, que tampoco conviene infravalorar, porque resulta tan poco veraz como fácilmente perceptible para enormes masas de votantes –y Donald Trump ya flirtea con regresar a la arena política–, las organizaciones internacionales suponían un trampantojo para ocultar la debilidad, la irresponsabilidad y/o el antiamericanismo de sus miembros. A ello se añaden el Covid y sus consecuencias, que hacen pasar cualquier otro objetivo a una modesta posición en el índice global de prioridades.

Sobre este telón de fondo, Joe Biden podría articular las anchas líneas de pensamiento que en todo el mundo representan las cuatro grandes corrientes políticas de nuestro tiempo –socialdemócratas, conservadores, liberales y democristianos– para llegar a un consenso práctico: defendamos las libertades y frenemos a la Internacional Autócrata antes de que resulte tarde. La apuesta democrática tendría que reforzarse de cara al futuro. Por una doble razón: las leyes universales –y los organismos internacionales que las articulan– permiten el diálogo franco dentro del mundo libre y, a su vez, propician la colaboración para afrontar la emergencia progresiva del partido único.

En sentido contrario, carecen de lógica las apuestas ideológicas de los modelos populistas, ya sean de sesgo étnico, religioso, de clase, privilegio o cultural-lingüísticos. De puertas adentro, en Occidente, esos particularismos conducen a la fragmentación y a la confrontación; llevan, en definitiva, a la debilidad. De puertas afuera, en política exterior, no resulta casual, sino la consecuencia de planteamientos teóricos afines, que los nacionalistas y populistas de Europa y las Américas hayan asumido en más de una ocasión el papel de quinta columna para con los autócratas de Eurasia que aspiran a extender sus tentáculos en el interior de Occidente.

Insistimos; entre socialdemócratas y conservadores, liberales y democristianos podría estructurarse un programa definido, capaz de reforzar las democracias del planeta e inspirar una labor de comunicación eficaz. Solo de este modo, mediante la conexión de política y comunicación, EEUU y el resto de sus aliados podremos hacer frente a una hidra de múltiples cabezas –de izquierdas y derechas– cuya amenaza es real, grave y ascendente.

Caben otras opciones; cabe no hacer gran cosa o cabe limitarse a una sola corriente del pensamiento político, pero ningún nuevo equilibro brota de fuerzas espontáneas o dispersas y recordemos que, hoy ya, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas se encuentra dividido y resulta hasta cierto punto inoperante. Sabemos igualmente que estos regímenes dictatoriales no atienden tanto al argumento como a la amenaza eficiente. Dejadas las fuerzas autocráticas a su propia inercia, China seguirá oponiéndose a la propiedad intelectual mientras construye con su BRI una red de naciones vasallas, Rusia suscitará creciente recelo entre los países europeos limítrofes e Irán no dudará en mantener su respaldo a Hezbolá.

El contraejemplo se encuentra en la República de Weimar y en los apaciguamientos de Neville Chamberlain. Si el America First se transforma en Democracy First, el mundo hoy reclama más que nunca del liderazgo de Estados Unidos.

José Barros es periodista y consultor de Comunicación Corporativa y Política.

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