Biden se despide

En democracia, durante los períodos de transición, por tradición la personalidad que se despide concentra sus esfuerzos en las tareas puras de administración; esto es, atender al giro o tráfico ordinario de los asuntos de su responsabilidad. En buena teoría, no se contemplan grandes vuelcos estratégicos que trasciendan el paréntesis de poder. En Europa decimos de esta situación "estar en funciones". Los americanos, con el mismo contenido doctrinal, han acuñado una expresión colorista: la autoridad se convierte en "pato cojo" (lame duck); y este remoquete precede al saliente hasta abandonar efectivamente el cargo. En Washington, el actual hiato presidencial se agota por mandato constitucional (la Enmienda 20, introducida en 1933 y conocida en la jerga del Capitolio como "enmienda del pato cojo") el próximo 20 de enero.

Lo que vemos en estas tres semanas de lame duck en la Casa Blanca, no solo contradice este planteamiento, sino que asistimos, en materia exterior -dimensión que caracterizará su legado-, a una sucesión de actos que podrían marcar la Historia (con mayúscula subrayada). Bajo el lema que Biden enarboló al iniciar su desempeño -"America is back"-, ha trabajado para restaurar la reputación y credibilidad de su país en el mundo. Ha devuelto el multilateralismo a primera línea. Ha apostado por el valor de los aliados, en particular de los aliados europeos.

El martes rompió con la política estadounidense hacia Venezuela para reconocer a Edmundo González como presidente electo. La relevancia de esta declaración reside en aplicar la defensa de los comicios libres, piedra angular del sistema internacional de normas e instituciones construido tras la Segunda Guerra Mundial. En una coyuntura de auge del totalitarismo en general, con las corrientes autoritarias arreciando en Occidente, el 46 cabeza del ejecutivo USA erigió la batalla por la libertad en hilo conductor. "Tenemos que demostrar que la democracia funciona", proclamaba ya en su rueda de prensa inaugural en febrero de 2021, en referencia contrastada al régimen kremliniano.

Y no hay mejor plasmación de esta filosofía que la evolución respecto de la invasión total de Putin. Empezando por el debate con los miembros OTAN europeos sobre las informaciones de los servicios de inteligencia, compartidas desde diciembre de 2021. Pese a que apuntaban claramente las intenciones putinescas de agresión militar, todas las capitales se mostraron remisas a aceptarlas hasta que se consumó el 24 de febrero de 2022. El "Kyiv stands" se funda, sin duda, en la heroicidad del pueblo ucraniano. Pero no hubiera resultado posible sin el compromiso del Pentágono y el convening power (manifestación paradigmática del soft power consistente en la virtualidad de amalgamar voluntades, de concitar respaldos) que Estados Unidos ha desplegado en nuestro continente bajo el liderazgo de Biden.

El Presidente ha conseguido galvanizar las percepciones de una Europa centrífuga, dirigiendo una respuesta transatlántica coherente -aún no exenta de dificultades-. Igualmente ha logrado enfrentarnos, por un tiempo al menos, al problema existencial que nos acecha, en cuya solución se juega nuestro futuro. En la reunión del G20 en Río de Janeiro el lunes -su última cumbre con mandatarios globales-, Biden esgrimió, desde una potestas disminuida, la auctoritas de hablar alto y claro. Abogando por Kyiv: "Estados Unidos apoya firmemente la soberanía e integridad territorial de Ucrania. Todos los que están sentados en esta mesa, en mi opinión, deberían hacer lo mismo". Además, planea cancelar 4.650 millones de deuda ucraniana, mientras persevera para asignar -antes del 20 de enero- los 6.000 millones de dólares restantes del paquete de 61.000 votado por el Congreso en primavera. "Ayudar a Ucrania a prevalecer es del interés nacional de EEUU y de sus socios UE, G7+ y OTAN", resumen en el Departamento de Estado.

Los gestos, los actos destinados al país mártir se suceden. El miércoles, la administración Biden aprobó el envío de minas antipersonales. La polémica naturaleza de esta arma de guerra hace aún más destacable la decisión. Y el domingo, dio autorización a Zelenski para usar los Army Tactical Missile Systems, misiles de largo alcance conocidos por sus siglas ATACMS, contra las bases situadas a distancia prudencial del frente, en territorio ruso perfectamente controlado, desde las que Putin lanza los bombardeos destructivos e indiscriminados sobre edificaciones civiles e infraestructuras esenciales -señaladamente centrales eléctricas- en puertas de un invierno que se prevé crudo.

Los expertos consideran que estos cambios de envergadura en la política de Washington -que se atribuyen oficiosamente a la incorporación de tropas norcoreanas al teatro de operaciones- llegan tarde para alterar los fundamentos de la contienda. Pero podrían ayudar a Ucrania a conservar posiciones en las zonas de Kursk capturadas en agosto de cara a los acuerdos de "paz" que Trump proclama constituirán su primer cometido.

En toda esta vorágine, ¿dónde está Europa? ¿Cómo encajamos en el revuelo internacional que se anuncia? Ciertamente, el vacío de Biden se hará notar. Ya se nota. Frente a Caracas, sólo Italia ha seguido la iniciativa americana de sustento real del veredicto de las urnas; los demás Estados miembro siguen cerdeando, mientras Bruselas se pierde en ditirámbicos enunciados carentes de eficacia.

En cuanto a Ucrania, si la UE ha permanecido unida bajo el paraguas de una OTAN fuerte, ha sido gracias a Biden. Queda por ver quién podrá llenar este vacío. Quién será capaz de unificar posturas crecientemente divergentes entre los 27: Hungría está al margen, Polonia y los Bálticos en un extremo y Alemania en el opuesto, con los otros navegando, cada cual dejando ver sus intereses. El motor francoalemán que históricamente ha impulsado la acción común -y concertada- está gravemente debilitado. Por una parte, desfondada la imagen del canciller Scholz, habrá que esperar a las elecciones convocadas el 23 de febrero y al laborioso proceso subsiguiente en Berlín, para que se consolide un sustituto (deseando que sea una figura potente). Por otra parte, Macron que busca desatentadamente mantenerse a flote hasta agotar su periodo presidencial, aparece diluido en sus contradicciones y conflictos.

En paralelo, la Comisión no termina de consolidar la Defensa como prioridad; tampoco tiene competencias generales en este campo. Y en preparación a los desafíos que presentará la vuelta de Trump, sigue centrada en su "Plan Industrial del Pacto Verde" con medidas económicas que, al parecer, estudia un sigiloso grupo de reflexión formado a tal fin. En cualquier caso, precisamos de un golpe de timón contundente. Baste con un ejemplo. Se hablaba esta semana (en el marco de las audiciones a comisarios) de plantear -entre las medidas sobresalientes- la rebaja del déficit comercial trasatlántico comprando más LNG. Pues bien, en estos momentos, en Estados Unidos se paga el gas a menos de un tercio que ese mismo combustible aquí. Con la consiguiente repercusión en los precios de la electricidad y el efecto arrastre de nuestra industria electrointensiva hacia aquellas costas. Los mercados asiáticos están tirando al alza también en consumo. ¿Cómo vamos a reducir ese diferencial? ¿Estamos dispuestos a firmar contratos de suministro a 20 años con los productores americanos?

La política manda. Y en esta lógica, menudean comentarios progresivamente acomodaticios -complacientes incluso- con respecto a Trump. Pero no nos engañemos: Trump no tiene ningún reflejo de afinidad con los aliados, y en particular con los europeos (según él, unos "aprovechados"). Carece, asimismo, de sentido institucional. Es puramente transaccionalista, el "rey del dealmaking". Así, frente a Trump, los europeos hemos de componer una oferta unida de principios y de largo plazo combinada con algún adorno táctico que acaricie su descomunal ego. Encomendando su negociación a un representante de calado. De lo contrario, la despedida de Biden puede significar un torpedo en la línea de flotación del futuro de la Unión Europea.

Ana Palacio

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