Bienvenida a la posverdad

Como contaba este periódico hace pocos días, la Filosofía ha sido la gran derrotada del nuevo currículo de los alumnos de entre 12 y 16 año que establece la Lomloe del Gobierno, desapareciendo en ese tramo como optativa de la ESO. Se sustituye por otras opciones más prácticas, tales como «Modelos de Negocio» (sic) o «Coro» (sic). El arrinconamiento progresivo de la Filosofía en la escuela en las últimas décadas no es casual y coincide, de manera emblemática, con el vaciado sostenido de las Humanidades y su transmisión en nuestra educación media y superior. Y, por desgracia, no solo en nuestro país, sino en el resto de Occidente y en el Oriente más desarrollado como es el caso que alguna vez he comentado de Japón, donde ya hay varias universidades estatales que no admiten nuevos estudiantes en sus carreras de corte humanístico, so pena de perder su financiación pública. La potenciación universal de los estudios de ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas del que fue pionero y es referente el Proyecto STEM (Science, Technology, Engineering, and Mathematics) de la Admistración Obama, marca una agenda que va llegando -con retraso, mucho desorden y carencia de medios- a nuestro sistema educativo auspiciado por una Administración, paradójicamente, socialista.

Bienvenida a la posverdadLos defensores de la enseñanza de la Filosofía en nuestra escuela arguyen bienintencionadamente que el objetivo último del desplazamiento de la asignatura es socavar la capacidad crítica de los alumnos y hacerlos así más sumisos y menos rebeldes frente al poder político, como ya advertía Platón. No les falta razón y más cuando conocemos y padecemos la tentación autócrata y su vocación contra legem de nuestro actual Gobierno. Pero sin reducir un ápice esa consecuencia palpable desde hace décadas -que coinciden con las de la LOGSE y cualquier profesor universitario comprueba a diario en sus aulas-, la supresión de la Filosofía obedece a mi entender a una causa anterior y todavía más profunda.

Me explico: el fin de la filosofía y de todo sistema filosófico -sea cual sea- es la interrogación por la verdad y su búsqueda dondequiera que ésta se halle, por muy problemática que sea. En este sentido, más perfecta o imperfectamente, con mayor éxito o fracaso, toda filosofía tiene pretensión de verdad. Pero la gran paradoja de nuestro tiempo reside en que, en medio de las fabulosas conquistas y descubrimientos que hacemos con nuestras ciencias y tecnologías, aprehendiendo nuevas realidades ignotas, la razón se declara así misma incapaz de verdad. Incapacidad que descalifica a cualquier ciudadano que constituye el actual demos, y por supuesto hace imposible el posible control de la veracidad del poder político mismo. Y esta quiebra de la verdad como posibilidad se sustituye por meros datos y emociones cuya combinación produce el fenómeno de la posverdad reinante. Como se refleja en las formas actuales del quehacer político encarnadas, por ejemplo, en nuestro presidente y en su recién cesado asesor de comunicación. La política deviene de este modo performance continua sin estar ceñida a la realidad, y más allá de los valores de falso-verdadero.

Siendo así las cosas, la Filosofía y su enseñanza en la escuela choca frontalmente con la creencia de nuestro tiempo, no tanto por la crítica al poder establecido, cuanto por su afán de verdad. No porque haría ciudadanos rebeldes, sino porque hace ciudadanos veraces, amantes de la verdad, buscadores (y fiscalizadores) de ella. Lo cual solo en una segunda instancia hace desarrollar en ellos el examen crítico, como hacía Sócrates, de la realidad de la polis y la veracidad de sus actores.

De esta manera, nuestro siglo va aboliendo la transmisión escolar del saber filosófico no tanto porque sea inútil (siempre lo ha sido) sino por algo más temible: por no creer que sea posible -ni deseable- la indagación honrada por la verdad y su disfrute. Como estamos padeciendo a marchas forzadas, solo les queda al citoyen y sus gobernantes lo que una intelectual como Raquel Varnhagen anotó en su salón berlinés: «Aferrarse a lo falso con pasión de verdad». Que es lo que nos demuestra día a día la praxis y retórica de nuestra actual gobernanza. Y define muy bien el manicomio en que se ha convertido la función política y quizá, también, por qué tantas personalidades con serias patologías mentales encuentran fácil acomodo en nuestro Parlamento. La muerte de la posibilidad de comprender y atenerse a la realidad -que en eso consiste la verdad- quiebra a la larga la psique política.

Si la Filosofía por esta razón no es ya posible en nuestra enseñanza media, tampoco lo será, bien que por otras razones, el resto de las Humanidades: historia, latín, griego, literatura... Y la principal de ellas es que tales materias miran al pasado, en un ejercicio de cultura del recuerdo que ha sido abolida y sustituida por un consumo del olvido propio de la posverdad. En el mundo del dato y de la emoción queda sepultada la memoria de la Humanidad, entendida como memoria a largo plazo, ya que el mero dato y la efímera emoción no tienen pasado, ni biografía. Es más, se oponen en su presentismo a incardinarse en pasado alguno. Pero las consecuencias de esta sociedad desmemoriada -o que tan solo debe recordar lo prescrito en un recordar ordenado por el poder político- son no menos temibles y las padecemos cotidianamente : la incapacidad de llevar recuento y recordatorio de los atropellos del poder político en una legislatura, la sobre-impunidad otorgada a tales gobernantes. Y, por lo tanto, que ya valen la palabra rota, la promesa incumplida, la palabra como flatus vocis, entre otras cosas.

Ahora bien, cualquier observador perspicaz de nuestros estudiantes universitarios percibe en ellos la principal consecuencia de esta abolición del saber humanístico: el desarraigo que tienen del pasado, incluso del reciente, donde todo pasado es visto como lejano. Precisamente en un momento histórico en el que los problemas más acuciantes que se nos plantean, sobre todo a ellos, nos remiten a preguntas y respuestas que habrían de ser formuladas desde esas materias cada vez más arrinconadas y que la técnica, como estamos viendo, es incapaz de contestar, ni siquiera de planteárselas.

Si algo les ha enseñado dolorosamente la experiencia de la pandemia es que tenemos respuestas técnicas muy adecuadas ante ella -ahí están las vacunas y su logística de distribución- pero una carencia llamativa de respuestas ante las preguntas que nos ha planteado abruptamente: tales como, el sentido de la vida y de la muerte -tan próxima en sus abuelos-, la soledad humana en los últimos ,momentos, la ruptura de sus vínculos sociales durante el confinamiento, así como las cuestiones de orden político, moral y jurídico que nos ha formulado y tantas otras.

Y luego ante este desarraigo cultural nos extrañamos de que haya concentraciones etílicas de miles de jóvenes universitarios a quienes estamos arrebatando esa mirada hacia atrás que tanto ayuda para encontrar el sentido y significados perdidos, y a estructurar el presente para construir el futuro. Parece como que sin pasado ni verdad nos preguntaran acusadores desde sus performances dionisiacas «¿qué nos queda?». Simone Weil anticipó este gran peligro hace ya varios años y escribió proféticamente: «El pasado destruido no se recupera jamás. La destrucción del pasado quizá sea el mayor de los crímenes. Hoy la conservación de lo poco que queda debería convertirse casi en una idea fija».

El grave crimen ya se ha cometido respecto del pasado y su herencia en la enseñanza media. Pero podemos evitar que prosiga la extinción de la Filosofía con su búsqueda de la verdad como optativa y no verla reemplazada por Modelos de Negocio o Coro. A lo mejor algún día, nos los agradecerían más allá de la posverdad.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.

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