Bienvenido, presidente

Llegados a este momento de trascendencia nacional, siento profunda preocupación por el próximo presidente. Es probable que su victoria desate a un Congreso Demócrata ideológico y vengativo. Durante esta larga campaña electoral, Obama ha dado imagen de ser un hombre reflexivo, pero en ocasiones se ha mostrado dubitativo e inseguro sobre su rumbo. Promete diálogo y cierre de heridas, pero se aferra a un progresismo que no ve ninguna necesidad de innovación. Y como resultado de un episodio de pánico financiero que socavó injustamente a todos los republicanos, se ha encontrado con el tipo de victoria de naturaleza más peligrosa: un mandato para el cambio, pero sin ideas. Un mandato sin significado claro.

Pero unas elecciones presidenciales son algo más que una elección política; son una frontera moral. No implican sólo el triunfo de la mayoría, sino también la transferencia de la legitimidad que igualmente ata a la minoría. Éste es un rasgo del debate político moderno que en gran medida no se discute: la legitimidad. Es una especie de magia democrática que convierte en autoridad a los electores. No exige ningún acuerdo político. Pero sí implica el respeto patriótico a los procesos de gobierno y la determinación de honrar al presidente en razón del cargo que ostenta.

En las últimas décadas, la magia de la legitimidad ha parecido esfumarse. Los detractores de Bill Clinton convirtieron sus discrepancias (y los propios errores humanos del presidente) en un ataque a su poder. Algunos recurrieron a demenciales teorías conspiratorias, e incluso a acusaciones de asesinato, por motivos políticos. Tras la reelección del presidente George W. Bush, determinados elementos de la izquierda iniciaron su propio ataque contra su legitimidad, hablando incluso de impeachment, al tiempo que repetían sus propias teorías demenciales de delitos y engaño.

Tras un merecido periodo de gracia, es probable que el nuevo presidente descubra que la intensidad de esta amargura no ha hecho sino acumularse. Debido a la polarización ideológica de los informativos del cable, el debate radiofónico e internet, los estadounidenses son ahora capaces de recibir su información a través de fuentes totalmente partidistas. Si lo eligen así, pueden vivir en un mundo totalmente ideológico de su propia creación, percibiendo a cualquiera ajeno a ese mundo como un imbécil o un delincuente, y encontrando a muchos que van a animar su intolerancia. Los izquierdistas han perfeccionado esta maquinaria de desprecio a lo largo de los últimos años. Teniendo en cuenta la provocación, es probable que el mismo enfoque se vuelva contra Obama también por parte de la derecha.

Los primeros años de su mandato previsiblemente estarán dominados por la recesión económica y por la amenaza de Irán, que se está dotando de armamento a marchas forzadas. Algunos conservadores se verán tentados de alegrarse de su inevitable lucha; otros de propagar exageradas teorías de conspiración a partir de sus orígenes y relaciones. Será fácil achacar la culpa de cada problema emergente a los errores y fallos de un joven presidente inexperto. Pero en mi caso será más difícil.

Recuerdo los vivos días de posibilidades abiertas que siguen a una victoria presidencial. Me encontraba casualmente en el Salón Roosevelt en 2001 justo cuando el retrato de Teddy Roosevelt, a caballo con pose de héroe, era desplazado de la chimenea donde cuelga durante las administraciones republicanas. Y me consta que alguien estará observando y sentirá la misma esperanza que yo sentí cuando Franklin Roosevelt sea trasladado a ese lugar de honor.

Hay una colosal sensación de trascendencia y responsabilidad cuando ocupas un puesto administrativo en la Casa Blanca. Comprender los desafíos de un presidente se vuelve más fácil, y más difícil cuestionar sus motivaciones. En último término, pienso que cada presidente y la plantilla que contrata sienten el deber de servir a un único interés nacional. Y en última instancia necesitamos que nuestros presidentes tengan éxito, no que fracasen para nuestra propia satisfacción o justificación.

Esta Presidencia en particular debería ser fuente de orgullo hasta para quienes no comparten su programa. Un afroamericano realizará el juramento de investidura a sólo unas manzanas de donde, en tiempos, los esclavos eran hacinados en corrales y vendidos por dinero. Dormirá dentro de un inmueble construido en parte por mano de obra esclava, cerca del salón donde Lincoln firmó la Proclama de la Emancipación con mano firme. Ofrecerá cenas donde en 1901 Teddy Roosevelt hizo de anfitrión a su primer huésped afroamericano, y estará al mando de un ejército qen el que la integración racial no fue oficial hasta 1948. Cada acontecimiento, cada acto, pondrá fin a un ciclo de la Historia. Será la demostración palpable de que la promesa de América -tanto tiempo pospuesta- no es una mentira.

Sospecho que, enseguida, tendré motivos para hacer muchas críticas fundamentadas a la nueva Administración. Pero hoy tengo un único mensaje para Barack Obama, que será nuestro presidente, mi presidente. Aclamemos al próximo comandante en jefe.

Michael Gerson, columnista del Washington Post, ex asesor de la Casa Blanca y entre 2001 y 2006 fue el principal redactor de discursos del presidente George W. Bush.

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