Vivimos hoy en el mundo posvirus. Para Estados Unidos, la transición a este mundo fue repentina, hace menos de un mes. El mundo previo a la COVID-19 ha desaparecido y jamás volverá.
Una vez que nos reconciliamos con esta realidad, muchas cosas se aclaran, entre ellas, cómo resistir el ataque actual, cómo fortalecernos frente a los oscuros días que aún nos aguardan y cómo reabrir responsablemente la economía. Con el criterio correcto podemos reconstruir de manera adecuada, con una mayor capacidad de recuperación y equidad.
A principios de 2020 no pensábamos que la muerte masiva acechaba a la Tierra. Durante la mayor parte de la historia humana, las enfermedades infecciosas han sido una amenaza constante y la lucha contra ellas, un componente fundamental de la civilización humana. Para mediados del siglo XIX, la ciencia comenzó a tomar la delantera frente a enfermedades como el cólera.
A principios de la década de 1900, los europeos aprendieron limitar los daños que causaban la malaria y la fiebre amarilla, al menos, para ellos. La penicilina y la estreptomicina se usaron en forma masiva durante la década de 1940, pronto las siguieron vacunas infantiles contra la viruela, el sarampión, las paperas, la rubeola y la varicela.
A lo largo de dos siglos, aproximadamente desde la invención de la inoculación contra la viruela hasta su erradicación, la ciencia ganó impulso para dominar el medio ambiente. Ciertamente, surgieron nuevas enfermedades —por ejemplo a principios de la década de 1980, cuando el VIH/SIDA devastó algunas comunidades y países—, pero la mirada predominante era que esas emergencias de salud, aunque requerían recursos y atención, no eran centrales a la organización de nuestras economías, sociedades y vidas.
El impacto mundial de la COVID-19 tornó obsoleta esa percepción. La muerte aleatoria masiva ha regresado y esta realidad ahora dominará todo, por dos motivos.
El primer lugar, y en términos más generales, este no es el primer coronavirus y es una de las muchas variantes letales que aparecieron en el nuevo milenio, incluidos el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS) y el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS). No hay motivos para creer que será el último.
En segundo lugar, este coronavirus deriva su capacidad letal de su perfil específico: es muy infeccioso, puede ser transmitido incluso por personas asintomáticas y, aunque muchos de quienes contraigan la COVID-19 solo sufrirán una forma leve, parece tener más probabilidades de matar a gente de mayor edad y a quienes tienen afecciones subyacentes, como hipertensión, diabetes y obesidad.
¿Por qué habría de tener un coronavirus futuro un perfil similar? Otros coronavirus —desde los responsables del resfrío común hasta los mortales que causan la SRAS y el MERS— no lo tienen. Es perfectamente plausible, dada la escasa comprensión científica actual con que contamos, que un coronavirus futuro pueda tener un comportamiento diferente, por ejemplo, que sea más letal para los jóvenes que para los viejos. O tal vez se centre en nuestros niños.
Una vez que se nos presenta esa idea, no podemos creer en la posibilidad de regresar al mundo previrus. Todo lo que hacemos, todas nuestras inversiones y la forma en que nos organizamos, se verá influido por la cuestión de si nos protege de la COVID-19 y sus sucesores, o si nos torna más vulnerables a ellos.
Cuando entendemos esto, varias cuestiones se aclaran o, incluso —en un momento difícil y trágico— se vuelven tranquilizadoras.
EE. UU. y Europa obviamente no invirtieron, con mucho, lo suficiente para prepararse —incluida la inversión en la ciencia relevante y su aplicación— y la COVID-19 probablemente resulte devastadora en Occidente. Pero no se debió tanto a la falta de tecnología. Después de todo, China eventualmente se las ingenió para contener el brote —tras un confinamiento de dos meses— mientras Taiwán y Singapur nunca quedaron atrás y Corea del Sur logró escapar increíblemente de lo que parecía un momento muy peligroso.
No es la falta de tecnología lo que ha dejado vulnerable a Occidente, sino la interacción de la COVID-19 con nuestra estructura social y provisión de atención sanitaria. En EE. UU. en especial, el virus explota una sociedad desigual y un sistema de salud fragmentado.
Tenemos armas más que suficientes para combatirlo, pero demasiadas de ellas apuntan en la dirección equivocada: fueron diseñados con precisión para crisis anteriores mucho más pequeñas, como los huracanes. Organizaciones poderosas con grandes capacidades se ven limitadas por líderes que fracasan: en obtener la información suficiente, coordinar lo suficiente, o incluso usar los datos de manera coherente para tomar decisiones.
Esta fase no durará mucho, pronto aprenderemos a defendernos al máximo. Superaremos la COVID-19 y podremos entonces comenzar a reconstruir un conjunto de información, toma de decisiones y sistemas de atención sanitaria más resistente. Como parte de eso, debemos sostener un compromiso sin precedentes para desarrollar e implementar todas las ideas científicas y organizacionales que aumenten las probabilidades de supervivencia para nuestros hijos y los de nuestros vecinos.
Eventualmente prevaleceremos en el mundo posvirus, pero será un camino largo y difícil. La mejor forma de acortar ese camino es reconocer que el regreso a la «normalidad» no es una opción.
Simon Johnson, a former chief economist at the International Monetary Fund, is a professor at MIT Sloan and co-chair (with Retsef Levi) of the COVID-19 Policy Alliance, focused on actionable intelligence and operational recommendations to limit the human damage from the pandemic. He is the co-author, with Jonathan Gruber, of Jump-Starting America: How Breakthrough Science Can Revive Economic Growth and the American Dream.