Bipartidismo que no invita a votar

Acúsenme, si quieren, de ser irresponsable o indeciso, o de carecer de espíritu cívico, o de tener valores poco demócratas. No suelo votar. Voté una vez en mi vida, en las elecciones británicas de 1979, cuando Margaret Thatcher llegó a ser primera ministra e inició una nueva fase de la historia del país. En aquel momento, al cabo de una década de miseria, de parálisis industrial y de estancamiento económico, los ingleses instalaron a una mujer fuerte –el único político, como se decía entonces, «con cojones»– en Downing Street. «Esta vez –me dijo el otro día mi mujer, que ya no toleraba más mi distanciamiento del proceso electoral– vas a votar. Y vas a votar a los conservadores».

Con la humildad que corresponde a un buen esposo, me dispuse a cumplir el pasado jueves. Pero, ya en el colegio electoral, encerrado en la cabina vi que entre los candidatos –ya que en el sistema inglés cada distrito electoral tiene su propia lista– venía el nombre de un independiente, sin vínculos a ninguno de los grandes partidos. Se trataba, además, de una persona que me cae muy simpática: el astrónomo Patrick Moore, excéntrico admirable que aún mantiene la típica cortesía antigua y caballeresca de milord inglés. Así que puse mi equis junto a su nombre. «¿Votaste a los conservadores, verdad?», me preguntó después mi mujer, desconfiadamente. «Por supuesto, cariño–contesté–. Voté a un conservador».

Bipartidismo que no invita a votarSi no había vuelto a votar desde 1979, no es sólo por el vicio arrogante de no querer participar en un sistema que me pone al mismo nivel de 50 millones más de votantes; ni por pensar que los elegidos, por buenos que sean –y no suelen serlo– son víctimas de circunstancias históricas inalterables; ni por convicción de que los que mandan de veras no son políticos sino más bien burócratas, plutócratas, tecnócratas, y, a menudo, jueces; ni por falta de confianza en la retórica electoral; ni por mi indiferencia frente a los problemas fugaces de este mundo, aunque confieso que me oprime y me desanima el peso de cada uno de estos pensamientos. El gran motivo de mi desinterés, mi falta de capacidad para compartir la emoción de mis conciudadanos, y mi tendencia a refugiarme cuando empiezan las campañas electorales, apagando mi ordinador, encerrándome en un lugar de retiro o huyendo del país en algún tipo de peregrinaje, es por mi pesaroso conocimiento, a base de estudio y experiencia, de la Historia.

El sistema prevaleciente en el mundo de hoy –la democracia representativa– es de origen bastante reciente, inventado y brevemente ya intentado en la Ilustración francesa y desarrollado en Estados Unidos en el siglo XIX. Al cabo de varios intentos, fracasos y desastres, ha logrado establecerse de una forma aparentemente duradera en Europa y en otras zonas del Occidente desarrollado, y a extenderse, provisionalmente o vacilantemente, por grandes franjas del mundo. Pero incluso en la mayor parte de nuestro continente el sistema lleva poco tiempo en vigor. De una forma continua, sólo se estableció en los años 40 o 50 en Francia e Italia y en zonas previamente controladas por los nazis. España sólo lleva poco más de 35 años de vida democrática no interrumpida, y Portugal y Grecia, poco más, por no hablar de los países que quedaron estancados bajo el dominio soviético hasta de los años 90 del siglo XX. Por tanto, el padrón estadounidense ha sido más o menos modélico para casi todos, con dos partidos practicando una especie de política de turno. El modelo no es sólo norteamericano, y, por tanto, mal ajustado a condiciones europeas, sino decimonónico, y por tanto mal ajustado al mundo de hoy.

En la gran época de la industrialización de Occidente era lógico que cada país tuviera sus partidos constituidos sobre las bases económicas y sociales de entonces: un partido obrero y otro burgués; el primero con valores sociales, el segundo más individualista. A veces, los partidos se dividen, pero los bloques se mantienen. En la trayectoria burguesa, liberales y conservadores se denunciaban entre sí, pero se unían frente al reto izquierdista. De los cismas socialistas surgen a veces partidos muy conflictivos, pero forman frentes populares cuando les parece recomendable para vencer a los de la derecha. En países como Holanda, donde católicos y protestantes insistían históricamente en tener sus propios partidos, o en Bélgica, donde las divisiones lingüísticas se reflejan de forma semejante, hay más partidos, pero se conserva la naturaleza esencial de un sistema bipartidista. Hay formaciones regionales, por supuesto, pero aun en España, donde los sentimientos nacionalistas son, por regla general, los más fuertes de Europa, las contiendas regionales han quedado, hasta muy recientemente, al margen del enfrentamiento entre derecha e izquierda.

En un mundo posindustrial, el bipartidismo se deshace por falta de clases sociales con caracteres e intereses definidos. Los obreros se someten al aburguesamiento. Los burgueses comparten o imitan la cultura del proletariado –hasta en sus formas de vestir, comer, cantar y hablar–. Hoy nos domina un consenso casi mundial a favor del capitalismo y el individualismo, ligeramente disciplinado para el enriquecimiento de todos.

En Norteamérica, cuna de la democracia representativa, los partidos, respecto a la política económica, son ya gemelos. Como dijo Gore Vidal, «hay dos partidos, conservadores y reaccionarios», pero sólo un programa: impuestos bajos, regulación mínima, y un mercado interior libre pero con controles proteccionistas para frenar la competencia extranjera y la importación de mano de obra. En Inglaterra, desde que Blair reformó el Partido Laborista, abandonando su tradición socialista, las trayectorias de los dos grandes partidos ha sido tan convergente que han terminado casi iguales. Por eso, votar me parece una pérdida de tiempo. Aun si pudieran trascender las fuerzas impersonales de la historia, desafiando a los tecnócratas que les instruyen y a los plutócratas que les den dinero, los políticos de ambos lados seguirían más o menos la misma estrategia.

Efectivamente, los conservadores de David Cameron acaban de ganar las elecciones británicas, y lo han hecho con una política tradicionalmente laborista, proclamándose como «el partido del pueblo trabajador» y garante del Estado de Bienestar, cueste lo que cueste. Los laboristas, mientras tanto, perdieron, prometiendo un programa tradicionalmente conservador de rebaja del déficit, garantizando el presupuesto de la defensa nuclear y defiendo la unidad del país frente al nacionalismo escocés.

Pero, dicho todo lo anterior, lo cierto es que con la atenuación de la sociedad de clases y bajo el proceso de convergencia ideológica, el predominio del bipartidismo, por lo visto, está tocando a su fin. El reto de Podemos y Ciudadanos en España, el ascenso de partidos de extrema derecha como el UKIP en Inglaterra o el Frente Nacional en Francia, y la importancia creciente de partidos regionalistas en la política nacional de varios países de Europa Occidental son muestras de que el contexto histórico está cambiando, y los partidos se están multiplicando al ritmo del pluralismo.

¿Hay quien quiere mantener el bipartidismo? Supongo que en España a los populares y socialistas les vendría bien que se mantuviera la política de turno. Les recomiendo a los líderes de ambos partidos que vuelvan a estudiar el modelo estadounidense. En Norteamérica, la preponderancia de republicanos y demócratas parece invencible. La explicación de este fenómeno sorprendente es bastante clara. Por falta de enfrentamiento ideológico, EEUU ha venido a ser una tierra de conflictos entre valores. Como temas de debate político, a las ideologías anticuadas los norteamericanos han sustituido principios eternos: para los republicanos, la libertad de creencias, el sagrado matrimonio y el derecho a la vida de los no nacidos; para los demócratas, el laicismo, la pluralidad de sistemas de vida y la igualdad inviolable.

Para que los grandes partidos en España superen la crisis que les enfrenta tienen que aprender esta lección. Por ejemplo, abandonar el proyecto de reforma de la ley del aborto fue para el Gobierno español tan erróneo como inmoral, y tan inmoral como erróneo. Donde antiguamente había una lucha de clases, ya habitamos un entorno de Kulturkampf o choque de civilizaciones dentro de las fronteras de una sólo país. Para sobrevivir, habrá que adaptarse.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.

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