Bla, bla, bla

Si los jefes de Facebook y Twitter se han convertido en los árbitros globales es porque el pueblo indirectamente lo ha querido. En EE.UU. como en España. Allí con un sesgo estructural que cae sobre el resto de sesgos ideológicos y cognitivos propios del espíritu de los tiempos. Trátase de la estrechez del foco. Ese imperio en franca decadencia vive embriagado de sí, consume apenas noticias locales y se tiene por medida de todas las cosas. No sin la aquiescencia del resto del mundo, que está justamente agradecido por ese regalo vital, existencial, que es el cine americano, cultura última de una era de analfabetismo funcional con PHD. Por cierto, también en el fenómeno de los doctores a la violeta se entiende que Sánchez encarne al hombre nuevo, de interior transparente (por vacío) y exterior opaco (por tramposo). Pero ni la cultura del cine escapa a la disolución. Quedará la sombra de una pauta, subyacerán patrones narrativos, ligeros. Todo debe ser muy ligero y muy veloz, tirando a inmaterial y aspirando a ser luz. Ya se ve que hasta en la perdición del idiota contemporáneo hay un anhelo trascendente y místico. Con todo, el idiota contemporáneo no deja de ser un idiota y no sabe salir de su mismidad, tenerse por objeto de su propia contemplación y reflexión.

Decía que a los estadounidenses les importa poco lo que no sucede en su país. Y menos aún a los zuckerbergs que tienen al mundo hipnotizado. Por eso apostillan o silencian a Trump mientras permiten al Líder Supremo de Irán la difusión de terribles bulos sobre las vacunas que ponen en peligro la salud de millones. Pero el que se ha revelado como verdadero poder no está para justicias sino para administrarnos nuestra propia dopamina. En realidad son estimuladores. Son un Satisfyer gigantesco que no se queda en lo genital, que también, sino que ambiciona excitar todo lo que el ser humano tiene de excitable y que se subsume en los pecados capitales: la codicia, la ira, la envidia, etc.

Ya digo que esto atañe a la trascendencia. Para entender lo que está sucediendo en este siglo será mejor que rescatemos el léxico de alma, pecado, redención. El nuevo y ensimismado poder es gigantesco. Nunca lo ha habido igual. No solo establece los relatos fundacionales de una nueva era, no solo se permite definirnos moralmente, sino que a la vez nos convierte en un solo mercado cautivo y nos mantiene, por siempre más, emocionalmente aherrojados. Dependemos de las bestias bíblicas del Silicon Valley ya en lo laboral, lo narrativo (dotación de sentido), el entretenimiento, lo político, lo moral (aquí entra el cambio climático, una religión en sí) y lo físico (descargas de endorfinas por interacciones virtuales). Asimismo deberemos a los nuevos leviatanes el advenimiento de generaciones de onanistas alérgicos al sexo real, en plan japonés. Estas bestias bíblicas actúan a escalas que habrían mareado a Hobbes. ¿El Estado? ¡Ja! Un residuo, un vestigio de los tiempos brutos, heteropatriarcales y racistas, con sus fantasías soberanas y su ensueño de ciudadanos libres. Pues, hijos, ¿cómo va a ser libre un hombre cuando otros no lo son?

La suplantación de lo salvífico por una agenda tosca de consignas no resta al sucedáneo sus dimensiones apocalípticas. En alianza estrecha con todos los tentáculos de la ONU -esa broma sangrante en cuyo Consejo de Derechos Humanos sientan sus reales China, Rusia y Cuba-, los leviatanes de Silicon Valley promovieron a la profetisa Greta como santa pagana, modelo de infantes, objeto de veneración global y encarnación de un futuro que se presenta francamente antipático, irascible, admonitorio y tramposo.

Las grandes empresas están obligadas a seguir la senda de Greta, que es la del Apocalipsis climático como único argumento de discusión. Nunca se ha utilizado tan en vano la palabra ciencia. Pero, bien mirado, no había otro modo de levantar una nueva religión oficial que no conociera fronteras. La Unesco difundió ayer una estampa de la niña Greta (ya mujer, pero eterna niña) con esta reveladora confesión: «Se trata de cambiar las mentes, no el clima». Junto a la santa, siempre con un micrófono delante pues el apostolado es esencial, siempre con un irritante dedito índice señalando o reforzando sus dogmas, dos afirmaciones de puro milenarismo: «El mundo se despierta» y «El cambio se acerca». Conviene responder a eso.

El mundo no se despierta. El mundo se está durmiendo, como corresponde al relajamiento de las alertas de la razón y al triunfo del sentimentalismo llorica, que suele acabar en un sueñecito. El cambio se acerca, claro. Como siempre, pues lo único que no cambia es el incesante cambio y tal. No hay que ser Heráclito. Pero sí hay que ser quizás un publicista para entender el inagotable predicamento de la palabra «cambio», con la que Felipe González ganó de manera aplastante las elecciones de 1982 (Por el cambio) y de la que un sinfín de perogrullos han seguido y seguirán obteniendo réditos. Pero admitamos que el cambio es inminente en aquello que en realidad agita el subtexto de la estampita.

Los fondos europeos, por ejemplo, con los que salivan cual perros de Pávlov los Ávida Euros del Cleptox 35 (no me rimen), se supeditan al gretocambio. Todo esto es puro discurso, por supuesto, nadie vaya a engañarse. Lo que se pide a los altos ejecutivos de las empresas cotizadas, o de las no cotizadas pero gordas, o de las flacas que aspiren a ser gordas, es que alimenten a su vez el relato del fin del mundo, que se puede evitar por los pelos pero, ay, casi no se puede, pero que en todo caso estamos obligados a intentarlo y bla, bla, bla.

Juan Carlos Girauta

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