Blair, el mejor enemigo

Después de una década en el poder, Tony Blair renunció ayer a su cargo como primer ministro del Reino Unido, en medio de un coro de bostezos de sus propios compatriotas y abucheos de la mayor parte de sus correligionarios del Partido Laborista. Pues bien, si ni sus antiguos amigos ni sus votantes tienen una palabra de elogio hacia él, supongo que nos corresponderá a los demás expresar desde la oposición conservadora lo que es obvio: que Tony Blair ha sido un primer ministro extraordinario. Por supuesto, no por eso dejo de ver sus fallos, y, además, estoy en desacuerdo con una parte muy importante de lo que él ha significado; pero no tengo reparo en admitir que el Reino Unido es, en muchos sentidos, un lugar mejor de lo que era en 1997, razón por la que Blair merece que se le reconozca algún mérito.

Lo que ha sido capaz de conseguir se ha debido, en una parte muy considerable, a su carisma, una rara cualidad en la política británica, y que respecto a Blair, sólo el caso de Bill Clinton resistía la comparación. Cuando se alzó con el poder, hace una década, anunció a los votantes que se abría un nuevo amanecer político y lo cierto es que le creyeron. Los conservadores se habían enfangado en toda clase de escándalos de corrupción, tanto financiera como sexual. Blair se ofreció a lavar más blanco que el blanco; y para resolver los que se interpretaban como excesos del thatcherismo, prometió justicia social.

Posteriormente, cuando poco después de ser nombrado premier le tocó expresar el dolor de toda la nación por la muerte de Diana, la princesa de Gales, tocó exactamente la nota que había que tocar al describirla de forma memorable como «la princesa del pueblo». Más importante aún, al cabo de unos pocos meses, había inducido al IRA a renunciar a la violencia y consiguió reunir a políticos de los dos sectores enfrentados para formar un Gobierno autónomo en Belfast. Fue Blair quien envió a las fuerzas británicas a Sierra Leona, con lo que puso fin al derramamiento de sangre en aquel país. En 2001, daba la impresión de que era muy poco lo que el encanto de Blair no fuera capaz de conseguir.

Entonces, sucedieron los atentados del 11 de Septiembre y, poco después, la invasión de Irak, por supuesto. Desde el mismo momento del ataque a las Torres Gemelas supo que el lugar del Reino Unido estaba al lado de Estados Unidos, y que el suyo personal, por tanto, estaba junto al presidente Bush. Ni un asomo de duda desde entonces, así de sencillo. Su apoyo activo a la guerra contra Sadam Husein deterioró las relaciones que tan cuidadosamente había cultivado con la mayor parte de sus aliados europeos.

No obstante, a pesar de que la Guerra de Irak ha ido destrozando gradualmente su popularidad, su carrera y su legado, nunca se la ha oído quejarse de nada (los críticos añadirán que tampoco ha pedido jamás perdón por nada). Dijo a los británicos que la guerra era necesaria para destruir las armas de destrucción masiva de Sadam. Luego tuvo que aguantar las acusaciones de haber manipulado la información para justificar una intervención a la que Bush ya se había comprometido. En eso ha consistido lo que se ha considerado falta de honradez de Blair, que hizo tanto como la guerra en sí misma que sus índices de popularidad se desplomaran. Ha sobrevivido por estrecho margen a dos investigaciones sobre la conducta de su Gobierno. Ha sido el Houdini de la política británica, un hombre que, aparentemente, era capaz de escapar con bien de cualquier crisis.

En política interior, su carrera también se ha dividido en dos fases opuestas, aunque, en contraste con su política exterior, fue a mejor a medida que pasaba el tiempo. Hasta 2001, fue a remolque de las circunstancias en lugar de anticiparse y marcar su propia agenda, obsesionado como estaba por seguir las líneas de los sondeos de opinión y de los grupos de presión. A partir de entonces, ha hecho todo lo que ha podido por impulsar la reforma del sistema nacional de salud y la de la enseñanza. Desgraciadamente, es un charlatán y no un gestor. Si bien su Gobierno ha incrementado enormemente el gasto en hospitales y centros educativos, lo que resulta difícil de valorar aún son los resultados. Como él mismo reconoce, sus reformas han sido excesivamente tímidas y han llegado excesivamente tarde.

Blair ha reformado la política británica, de eso no cabe duda. No se puede pasar por alto el logro de que Escocia y Gales cuentan en la actualidad con sus propios parlamentos. Sin embargo, esta autonomía traerá problemas a su sucesor, Gordon Brown, que es escocés. Los votantes ingleses preguntan por qué tiene que gobernarles un escocés ahora que Escocia tiene su propia Asamblea (que, por cierto, está en estos momentos dominada por unos nacionalistas que pretenden independizarse de Inglaterra).

Gracias a las reformas de Blair, la Cámara de los Lores ha perdido a la mayor parte de aquellos de sus miembros cuya designación era puramente hereditaria. Sin embargo, ha sido una reforma chapucera que se ha quedado a medias, y los primeros ministros gozan todavía de una excesiva discrecionalidad para designar a amiguetes suyos. Blair se ha sumido en el escándalo cuando ha propuesto conceder el título de Lord a cuatro personas que habían concedido en secreto préstamos astronómicos a su partido. Y ha tenido el dudoso honor de haber sido el primer ministro en ejercicio interrogado por la Policía en el curso de una investigación por posible corrupción. Algunos de sus colaboradores en Downing Street [sede de las oficinas del primer ministro] corren el riesgo de ser acusados de obstruir la investigación.

A los partidarios de Blair en los primeros tiempos se les prometió una limpieza de la actividad política, y su sentimiento de decepción es palpable en estos momentos. Quizás algunos de los que ahora le atacan con más virulencia estén, en realidad, enfadados consigo mismos por haber sido tan ingenuos. Hubo un tiempo en que este indiscutible mago de la interpretación fue capaz de lograr que casi todo el mundo creyera en prácticamente cualquier cosa. En estos momentos, resulta difícil encontrar a alguien que crea ni media palabra de lo que dice.

En algunos aspectos, sin embargo, el Reino Unido parece en la actualidad un país mejor. Blair ha ahuyentado el fantasma de la homofobia y las ceremonias de unión civil entre homosexuales han pasado a ser vistas como acontecimientos rutinarios. Las diferencias en el color de la piel tienen menos importancia que nunca, lo que resulta extraordinario tras los atentados terroristas de Jjulio de 2005 en Londres. El reino se ha convertido en un país enormemente atractivo para los emprendedores, los oligarcas y los inmigrantes. El país se ha vuelto más cosmopolita, favorecido por los vuelos de bajo coste, y los británicos ya no parecen sentirse resentidos por el hecho de que Francia y Alemania vayan mejor.

Para la posteridad, Tony Blair será recordado por haber ganado tres elecciones con amplias mayorías, una hazaña que iguala la marca de Margaret Thatcher, y que nunca había sido alcanzada por ningún otro primer ministro laborista anterior. Aunque los británicos estén convencidos ahora de que ya no se van a dejar engatusar más por su encanto, sospecho que a muchos de ellos todavía les cae bien.

Si su partido no se hubiera revuelto contra él, podría haber seguido en Downing Street y haber renovado su mandato una vez más. Nosotros podemos hacerlo peor, desde luego.

Michael Portillo fue ministro de Defensa del Reino Unido con John Major como primer ministro.

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