Blanqueamos por usted

¿Recuerdan el programa Estudio abierto, de José María Íñigo? Lo dieron antes que Directísimo. En una entrevista, Íñigo le preguntó a Miguel Delibes: “¿Cuál de estas actividades prefiere en la actualidad: la caza, la cátedra de comercio, el periodismo o la escritura de la novela?”. Y Delibes, que entonces era el autor emblemático, y un señor mayor que apenas acababa de entrar en la cincuentena, respondió: “La caza, naturalmente”. ¿Se podría decir que estaba Delibes blanqueando a Vox en el futuro? ¿Entrevistar en Estudio abierto a Fernando Rey era blanquear el franquismo? ¿Y entrevistar a Carmen Sevilla?

No sé cómo una palabra, una expresión, llega a ponerse de moda, si se rige también por las leyes del mercado e impone en la gente el deseo de hacerse con ella, de emplearla a todo trapo. En esto, el lenguaje es el ropaje del pensamiento: se creó porque hacía frío y había que protegerse, enseguida se convirtió en un modo de identidad, y descubrimos que la manera de usarlo podía condicionarnos como seres íntegros o como unos inmorales. Hoy, todo eso está obsoleto. Nos servimos de las palabras sencillamente para exhibir cierto elitismo. Para pertenecer a una secta que todavía no existe. Antes de utilizar un término tiene uno que mirarse en el espejo a ver como le queda.

Hace ya un tiempo que a la peña (perdón por el coloquialismo, ruego que lo entiendan como un homenaje a Pereda), le ha dado por tirarse la palabra “blanquear” a la cabeza igual que en las guerras de piedras de los niños antiguos. En la novela La guerra de los botones, de Pergaud, sale una de las gordas. Y en Los pasos contados, las memorias de Corpus Barga, también se explica otra. Nosotros, como vivíamos cerca del tren, las cogíamos de las vías, y así aprendí la palabra balasto.

Resulta que la política, donde más necesario se hace el lenguaje, si es que la política no es ante todo una forma de lenguaje, se ha convertido en el lugar al que van a morir las palabras con el marfil intacto de todo lo que quisieron decir, lo mismo que elefantes. Yonquis del eufemismo, adictos al cliché, enganchados al titular, los políticos están atrapados en una jerga que los consume. Iba a poner que se trata de un lenguaje vacío de significado, pero no es cierto. Las palabras siempre tienen algo que decir. Son palabras.

“Blanquear” es una que se repite en todas direcciones. No hay cosa que se haga o se diga sin que salga alguien para soltar que con eso se está blanqueando a su contrario. Ha dejado de ser una expresión para convertirse en una actitud. Por ejemplo, hace poco al periodista Jordi Évole le acusaron de blanquear el régimen de Venezuela por la entrevista que le hizo en su programa al presidente bolivariano Nicolás Maduro. Otra. La líder catalana de Ciudadanos, Inés Arrimadas, le reprochó al ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, blanquear a “los violentos” en esa comunidad autónoma por relativizar las pintadas que hicieron en la casa del juez Llarena. Más. Al socialista Tezanos se le ha recriminado organizar una comisión de expertos para blanquear el CIS, que preside. Otra. Izquierda Unida ha dicho que el viaje del Rey a Marruecos tiene como objeto el blanqueamiento del régimen de Mohamed VI. Y otra eurodiputada de Izquierda Unida, Marina Albiol, acusó a la Unión Europea de blanquear al dictador de Sudán Al-Bashir al aceptar su presencia en la cumbre entre la UE y la Liga Árabe. Va, la última. Un diputado de la formación independentista CUP aseguró que dialogar con el Gobierno del PSOE sobre el conflicto catalán suponía blanquear a los socialistas porque les permitía dar una imagen distinta al PP. Hemos cambiado la dialéctica por el trile, y la bolita se llama blanqueo. ¿Cómo se ha pasado del blanqueo de capitales al blanqueamiento general? Se ha apoderado de nosotros el lenguaje de la mafia. A la gente le encanta hablar con citas de las entregas de El padrino. La primera teleserie de éxito del siglo XXI fue Los Soprano. A los narcos se les ha concedido el derecho al espectáculo.

En el país de la leyenda negra, somos todos sospechosos de blanqueo. Pero acusar de blanqueamiento no es más que un tipo de chantaje. De esta manera se ha impuesto en el diálogo el conmigo o contra mí, que está dando al traste con el juego democrático. Este término nos advierte de que ya nada cabe en política al margen de la adhesión ciega. Los bandos se han conjurado contra las personas. Cualquier gesto hecho aparte de un grupo, de un partido, supone pertenecer al enemigo. Cualquier margen para respirar ha quedado proscrito, y cuanto más negro se pone el ambiente más se acusa de blanquear. Bajo la acusación de blanqueo yace una invocación a la pureza, una cruzada contra lo sucio. Porque sin la pureza es imposible el puritanismo, el agua limpia de la que bebe toda Inquisición. De esto nos están hablando nuestros políticos.

Javier Pérez Andújar es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *