Blasfemia

A los zoófilos les mueve, creen ellos, la compasión. Es un valor y un sentimiento esencial. Rousseau dedicó páginas esenciales al tema, en parte para ponernos en guardia contra su deriva frecuente hacia la ponzoña de la autocompasión. ¡Qué mejor muestra que el voluptuoso dolorismo en que se revuelcan los animalistas! Como el piloto a punto de estrellarse, ya no ven la línea del horizonte, moral en su caso. Ciertamente, no hay moral sin compasión, pero la sola compasión nunca genera una ética. Exclusivamente regida por ella, la sociedad sería irracional, inviable y arbitraria. Es la razón la que funda la ética, sin demagogia, con dudas e incertidumbre.

La impostura fundamental de los animalistas es la homologación de la conciencia humana al mundo animal. No tendríamos que lidiar con semejante perversión si asumiéramos las fulgurantes avanzadas de las neurociencias. La conciencia, sencillamente, no existe. Dios y la conciencia son una misma hipóstasis soñada por nuestra precariedad. El ser humano adosado a su genealogía celular y genética solo alcanza la ilusión de la conciencia. La única realidad son los particulares «contenidos conscientes», cuya complejidad entre nosotros es producto de un tipo de emergencia irreferible a ninguna otra especie. Dos de ellos, la conciencia del tiempo y su corolario, la conciencia de la muerte, son exclusivamente humanos. Son absolutas singularidades que una imprevisible presión evolutiva fue engendrando al hilo de nuestra irrepetible historia.

Bellamente lo dijo Lessing: «Con el hombre la naturaleza abre los ojos y se da cuenta de que existe». Sin el hombre el mundo es mudo, ciego, solitario y yerto. Pierde todo sentido. Nos hemos ido autoinventando lentamente y de forma tan azarosa que nos hemos vuelto incomprensibles para nosotros mismos. «Quaestio mihi factus sum», lo resumía san Agustín. Hoy, nuestra conciencia occidental de la muerte es coqueta, amanerada e hiperestésica y halla la tragedia en el Toro de la Vega. Pero, para otros, matar complace a Dios y abre las puertas de la verdadera vida. El sacrificio del toro pone las cosas en su sitio: no hay tragedia más allá ni más acá de la humana condición.

Durante cientos de miles de años fuimos cazadores recolectores. Con un modo de pensar, el animismo que hacía del animal alguien físicamente distinto pero interiormente parecido a nosotros. Nuestras neuronas siguen siendo las de los cazadores recolectores. Esta es la inercia evolutiva que nos sigue impeliendo a creer antes que a saber. Seguimos creyendo que a nuestro perrito solo le falta hablar para ser una persona. ¡Es tanto lo que le falta! Precisamente es la presión acumulativa de los contenidos conscientes la que ha ido generando la densidad fonológica y semántica de nuestro big bang expresivo. La riqueza y la complejidad de cada código lingüístico revelan la riqueza y la complejidad de los correspondientes contenidos de conciencia. No busquemos indecentes semejanzas en el bramido del toro.

Alrededor de 200.000 escasos éramos los «europeos» hace 9.000 años. Los animales que nos rodeaban multiplicaban esa cifra por miles. Hoy andamos por los 7.500.000.000. ¡Cifra aberrante! ¡Solo provisional! Para tener valor, como el oro, el hombre debe escasear. ¡Nadie compadece a quien sobra! La proporción se ha invertido. Las poblaciones animales –hablo de las llamadas «salvajes», las otras son productos industriales– se cuentan a veces en pocas decenas de ejemplares. Absurda paradoja en que el animalismo viene a ocupar el espacio virtual de la fauna que hemos ido exterminando con nuestra proliferación bacteriana. Definitivamente, estos ejemplares residuales son pets. ¡Patética voz ! Perros, leones y toros solo son mascotas, entretenimiento televisivo, peluches vivos para emociones tan necias como ególatras. La perversión animalista dibuja el contorno de una humanidad exorbitante, infantilizada y crepuscular donde la muerte es el convidado de piedra.

Matamos el toro para significar que la frontera entre hombres y animales debe mantenerse sagrada, infranqueable, para que el hombre no se entumezca ya definitivamente en el sopor donde vienen diluyéndose su identidad y su ética. Nadie dice que lo del Toro de la Vega esté bien. No, no está bien. Porque nada recto, suspiraba Kant, se puede construir con el tronco torcido de la humanidad. Pero el Toro de la Vega ni es un crimen ni es barbarie. El crimen es humano, es cotidiano, es omnipresente y rutinario. El Toro de la Vega es solo una incómoda blasfemia anual. Y creo que la blasfemia es un inalterable derecho del hombre libre y lúcido, no un catálogo de buenos modales.

Jean Palette-Cazajus

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