Boadicea y el techo de cristal

Todos los años, más o menos por estas fechas, se celebran multitud de simposios, mesas redondas y conferencias en torno a lo que los cursis llaman la problemática de la mujer. Dejando a un lado el palabro –no sé si ustedes se han dado cuenta, pero ahora uno no hace un análisis sino una analítica, no tiene problemas sino una problemática, etcétera–, me gustaría hablar de nosotras, de las mujeres. Y más concretamente de los interrogantes que se plantean en torno a nuestro papel en la actualidad. ¿Estamos mejor o peor preparadas que los hombres? ¿Somos más o menos inteligentes que ellos? ¿Por qué hoy, si hay más universitarias que universitarios, y si en el comienzo de la vida laboral somos más proactivas, eficaces y trabajadoras resulta que hay tan pocas mujeres en puestos directivos? Se pueden elaborar diversas teorías al respecto, pero yo quería compartir con ustedes una que me parece curiosa. Su autora es Antonia Fraser, la historiadora inglesa, y ella le puso por título El carro de guerra de la reina Boadicea. Por lo visto, esta reina celta del siglo I llegó a convertirse en la peor pesadilla de Nerón. En aquel entonces, los romanos que invadieron las Islas Británicas practicaban con las tribus lugareñas la siempre eficaz política del divide y vencerás. Boadicea, viuda, madre de dos hijas, y reina de un pequeño dominio, se las ingenió para poner de acuerdo a varias tribus rivales y luchar contra los invasores. No contenta con muñir esta difícil alianza, se puso ella misma al frente de las huestes celtas y logró mantener en jaque a los romanos hasta sucumbir heroicamente y convertirse en leyenda.

Antonia Fraser se vale de su ejemplo para señalar que a lo largo de la historia, y hasta hace muy poco, el papel de la mujer ha sido, evidentemente, secundario. No obstante, cuando las circunstancias se vuelven especialmente adversas, cuando está en juego la familia, y en especial los hijos, la mujer abandona dicho rol. Y no solo eso, sino que se pone en primera línea, convirtiéndose en referente, incluso en líder. Eso explicaría, por ejemplo, figuras surgidas al fragor de la revolución francesa como Madame Roland o Carlota Corday. O en España patriotas como Agustina de Aragón, Manuela Malasaña y, más tarde en la historia, Mariana Pineda. El caso de las mujeres que han sido reinas es especialmente notable. Es obvio que a lo largo de los siglos ha habido más soberanos del sexo masculino que del femenino. Sin embargo, es curioso observar cómo mujeres que tuvieron que ejercer tan alta responsabilidad han sido más sobresalientes que la mayoría de sus pares masculinos. Para hablar solo de Europa, y sin remontarnos a tiempos demasiado remotos, ahí están los ejemplos de las dos Catalinas que reinaron en Rusia; Isabel I y Victoria de Inglaterra; María Teresa de Austria y, por supuesto, nuestra Isabel la Católica. ¿Se convirtieron estas mujeres en reinas por ser excepcionales o fueron las circunstancias excepcionales que tuvieron que vivir las que las convirtieron en buenas soberanas? Según Antonia Fraser lo más cierto parece lo segundo, del mismo modo que –y hablamos ahora del sexo masculino– tiempos adversos como la Segunda Guerra Mundial propiciaron el advenimiento de líderes excepcionales.

Me interesó la teoría de Fraser porque encaja con mi visión de que las mujeres no somos ni más ni menos inteligentes que los hombres. Tampoco hay gran diferencia en la capacidad creativa, ya sea artística o intelectual. Y mucho menos la hay en la valentía o el arrojo. Lo que tenemos –o teníamos hasta ahora– es, simplemente, otro orden de prioridades. Para empezar, nuestra necesidad de crear está bastante más satisfecha que la de los hombres, puesto que cualquier mujer, hasta la más obtusa o iletrada, es capaz de dar al mundo la obra más bella a la que pueda aspirar artista alguno: otro ser humano. Y esa creación condiciona, a su vez, nuestras prioridades.

Esto explicaría por qué, a pesar de que, como indican todos los estudios, las mujeres son más eficaces y diligentes al principio de su carrera, si en un momento dado han de elegir entre su vida profesional y la personal, eligen, casi siempre, la segunda. He aquí nuestro verdadero techo de cristal, que tiene varias y contradictorias vigas. Una es, sin duda, cierto machismo residual que hace que los hombres en puestos directivos todavía prefieran elegir sucesores de su mismo sexo. (¿Quizá porque no pedirán baja maternal de cuatro meses?). Otra son los horarios disparatados de este país que hacen que la jornada vespertina en España comience a la misma hora que acaba el horario laboral en el resto del mundo. La tercera, me temo, somos nosotras mismas. En algunos casos, porque es más fácil recurrir al victimismo de decir «si no llego a nada es porque no me dejan!» que luchar por conseguir la meta deseada. Pero, casi siempre, es porque nuestras prioridades no son las mismas que las de ellos. También –o tal vez debería decir, sobre todo– porque el precio que ha de pagar una mujer por su triunfo es más oneroso que el de un hombre. Hace unos años Brenda Barnes, entonces presidenta de Pepsi-Cola, renunció de la noche a la mañana a su cargo. Cuando le preguntaron por qué, contestó: «Porque estoy cansada de cantarle Cumpleaños feliz a mi hijo por teléfono». ¿Qué hombre se plantearía jamás semejante dilema?

El mundo no es el mismo en el que vivieron Catalina la Grande, Isabel la Católica, ni mucho menos Boadicea, pero hay en él aún bastantes impedimentos que hacen que tengamos más dificultad que ellos para conciliar nuestra vida profesional con la personal. A lo largo de la historia hemos demostrado que en circunstancias extraordinarias somos tanto o más arrojadas, valientes y eficaces que los hombres. Sin ir más lejos, así lo demuestran a diario las mujeres del Tercer Mundo, que luchan por su familia en condiciones muy adversas. La pregunta hoy por tanto debería ser esta: ¿Alumbra por fin el día en que no necesitaremos subirnos al carro de guerra de Boadicea para demostrar de lo que realmente somos capaces?

Carmen Posadas, escritora.

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