Bochorno de clase

En mi generación, tener conciencia de clase era algo fundamental. En mis años de la HOAC así me lo prescribieron algunos compañeros, que me consideraban burgués por pertenecer a una familia de clase media. Aquella presión en los años 1959 a 1964, en pleno franquismo, me creó un cierto complejo de necesidad: debería adoptar una conciencia de clase casi proletaria que, aun siendo cristiano comprometido en la Tortosa de mi juventud, percibía que no se correspondía con mi condición de hijo de ganaderos y comerciantes.

Hoy, sin embargo, sí me queda un rescoldo de político durante tantos años y de compromiso con las ideas y valores en los que me educaron. De ahí que experimente un bochorno de clase, es decir, un dolor de compromiso clasista, o de condición de exdiputado en las Cortes españolas.

Me explico. Siempre quise votar según mis convicciones; me resistía a la disciplina del grupo parlamentario o a las imposiciones de partido, entendía que mi compromiso era con mis electores y a veces abusaba de mi vínculo con causas que, obviamente, potenciarían a otros. Pero era mi deber como representante: defender los derechos de una comunidad protestante muy minoritaria de Terrassa, la causa por el derecho a prestaciones de la Seguridad Social y la jubilación de exsacerdotes y exmonjas, la defensa de los derechos sociales de los niños de la guerra de la URSS, a quienes conocí en Moscú en una noche emocionante, o la situación de los sefarditas en Turquía tras una cena inolvidable en el consulado americano de Adana.

Siempre tuve por axioma que el diputado se debe, inexorablemente, al ciudadano que representa. Es un matrimonio inviolable mientras dura la etapa de delegación electoral, o de representante de la soberanía del pueblo. Antes el representado que el partido político. Ahora veo que me equivoqué, tal como se entiende la política en estos momentos.

Si en su día hice una cuestión de conciencia de la defensa de mi lengua y de mi identidad cultural, ni en Madrid ni en Valencia me comprendieron. Esas tenaces defensas me condujeron a enfrentamientos internos en el PP, que me aconsejaron renunciar a mi candidatura en el 2000, tras tres legislaturas como diputado en el Congreso. Ahí feneció felizmente mi carrera política, pues a partir de entonces recuperé mi libertad para expresar y defender mis pensamientos y convicciones.

Sin tratar de ser ejemplo de nada, me pregunto si los políticos catalanes y españoles guardan afinidad con una conciencia moral de responsabilidades plenas, capaces de establecer un diálogo con el propio partido para garantía del vínculo con el elector al que representa. Ni la votación del proyecto de ley sobre el aborto lo confirma, visto el chamarileo de los católicos del PNV (venden su voto a cambio de dinero o de prebendas); ni en el Parlament apelan a la transparencia a la hora de votar ese engendro de ley de la prohibición de los toros, (¿a qué conciencia apelan al ocultar la votación en el secreto?); ni menos aún es admisible ese desenfreno irresponsable al aprobar una ley de presupuestos del Estado del 2010 tan ignominiosamente insostenible, tan falsa en sus propuestas, tan inaplicable a partir del brutal déficit en el que vivimos. ¿Acaso queremos acabar como Islandia, en la quiebra, o como Grecia, en la ruina? ¿Puede un diputado divorciarse de la realidad y de su responsabilidad para servir los dictados del partido por encima del imperativo moral de los ciudadanos, que serán sus víctimas dadas las consecuencias de un endeudamiento como este?

Me produce bochorno por el daño a los ciudadanos, por la ruina para nuestros hijos, por la priorización egoísta de otros intereses, como el de unos diputados vascos que tutelan sus conveniencias para mantener su insolidario concierto económico. Siento bochorno de clase, cual exdiputado que soy; y me pongo en la piel del ciudadano al que aplastamos bajo el peso excesivo de los impuestos.

Esto es indecente políticamente. Entiendo ahora por qué Tarradellas desconfiaba de los vascos, como miles de veces me repitió. El pueblo en su refranero es muy sabio: «Alavés, falso y cortés». Cervantes tildó a Catalunya de «archivo de cortesía». Compárese, y véase el diferente trato desde Madrid con unos y otros; o cómo se comprende a Andalucía, donde viven del presupuesto el 51% de la población. Quienes hoy cumplen en mayor grado su responsabilidad fiscal –los catalanes– debemos soportar insinuaciones de lacrimógenos mendigos o de abusivos insolidarios. ¿Repararán algún día estos diputados en que desde el egoísmo vasco o canario no se puede gobernar? Si el PNV votó un presupuesto que le favorece, fue a cambio de 145 millones de euros. Para Coalición Canaria bastaron 55. ¿Qué nombre tiene esa práctica y el oficio de los que la practican?

En vista de la dudosa conducta y de la más que discutible conciencia de justicia distributiva, me quedo con el dolor y el lamento de mi sufrida conciencia de clase abrumada por el bochorno. ¿Son conscientes, diputados y senadores, de a dónde están llevando al país?

Manuel Milián Mestre, ex diputado del PP.