Bodas reales

Por Gonzalo Anes, director de la Real Academia de la Historia (ABC, 07/11/03):

Las instituciones con tradición milenaria experimentaron, con el transcurso de los siglos, cambios exigidos en cada época. La institución monárquica también se modificó de acuerdo con las posibilidades y lo conveniente en los distintos espacios y tiempos. Los cambios fueron lentos, pues lenta fue también la evolución social y política.

Los matrimonios de reyes y de príncipes facilitaron, en el pasado de Europa, la unión de coronas. Fueron un factor de integración y se pensaron con sumo cuidado, al fomentar, por los lazos de la sangre, las posibilidades expansivas de reinos y principados. El lema de los Habsburgo, Bella gerant alii, tu felix Austria, nube resume bien lo que se esperaba de los matrimonios: «que otros hagan la guerra, tu feliz Austria, cásate».

Si se examina lo que significaron los matrimonios de reyes y de infantes en la Península Ibérica durante la Edad Media, se comprueba que la unión de los reinos de León y Castilla se produjo en Fernando III por el matrimonio de la Infanta Doña Berenguela, hija de Alfonso VIII, con su tío Alfonso IX. La unión de Cataluña y Aragón fue posible por el matrimonio de Petronila, hija de Ramiro II, y el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV. El matrimonio celebrado entre Isabel de Castilla y Fernando II de Aragón originó la unión de ambas coronas. Carlos V recibió la herencia de la casa de Borgoña gracias al matrimonio de su padre Felipe con la reina Doña Juana hija de los Reyes Católicos. El matrimonio de Carlos V con Isabel de Portugal permitió que Felipe II pudiera ceñir la corona lusitana en abril de 1581.

La política matrimonial de Felipe IV hubiera conducido a la unión de las coronas de España y Francia con el matrimonio de Luis XIV y la infanta María Teresa, al morir sin sucesión Carlos II. La corona de España hubiera de permanecer en la línea del Gran Delfín, junto con la de Francia. La necesidad de mantener el equilibrio entre las potencias hizo que Carlos II designase como heredero al duque de Anjou, nieto de Luis XIV y de María Teresa.

Durante el siglo XVIII, la política matrimonial de los reyes de España pareció centrarse en Portugal. A esa política respondió el matrimonio concertado entre el futuro Fernando VI y la infanta portuguesa Doña Bárbara de Braganza, lo mismo que el de la infanta María Ana Victoria con el que luego habría de reinar en Portugal como José I.

Con Carlos III, se concertó el matrimonio del infante Don Gabriel con la infanta portuguesa Doña María Ana Victoria y el de la infanta Carlota Joaquina, primogénita del entonces príncipe de Asturias, el futuro Carlos IV, con el infante Don Juan de Portugal, luego Juan VI. Los dobles enlaces se celebraron en Lisboa y en Madrid en marzo y abril de 1785.

A finales del siglo XVIII, continuaba vigente el viejo principio de fomentar los matrimonios de los hijos de los reyes con infantas y princesas que pudieran conducir, con el tiempo, a la unión de coronas. En la Instrucción reservada que la Junta de Estado, creada en julio de 1787, habría de observar en todos los asuntos que le concernían, se señaló que los matrimonios recíprocos hechos entre los infantes de las casas reales de Portugal y España habrían de repetirse siempre que hubiera ocasión para ello. Carlos III recordó entonces que el rey su padre -Felipe V- lo había hecho así, que él lo había imitado, y que deseaba que sus sucesores siguiesen el ejemplo. Esperaba que de estos matrimonios se siguiesen tres grandes utilidades: la primera, reservar y estrechar la amistad entre la corte de Madrid y la lusitana; la segunda, proporcionar y preparar, por los derechos de sucesión, que se reuniesen ambas coronas, y la tercera, impedir que se casasen los príncipes lusitanos en otras cortes y que, por esa vía, se derivasen, de sus enlaces matrimoniales, nuevos competidores a aquella corona, contra los intereses de la unión de España y Portugal. Carlos III tenía presente que mientras no se uniesen España y Portugal por los derechos de sucesión, convenía que la política los vinculase por los lazos de la amistad y el parentesco. Los matrimonios de Fernando VII y del infante Carlos María Isidro con las infantas portuguesas Doña María Isabel y doña María Francisca quizá respondiesen todavía a esa política de fomentar la unión de ambas coronas.

La necesidad de asegurar la sucesión promovió matrimonios, con las precauciones que aconsejaban los conocimientos y experiencia de cada época respecto a la tradición de fertilidad de las princesas de determinadas familias. Las diferencias de edad entre los contrayentes nunca fueron obstáculo que impidiera los proyectos matrimoniales, si se pensaba que el varón estaba en condiciones de procrear. Así, y como ejemplo, cuando Luis XV temió que no tuvieran hijos el delfín, el conde de Provenza y el conde de Artois, sus nietos, pensó en asegurar la sucesión mediante un nuevo matrimonio, pues se consideraba capacitado para procrear y suplir así las deficiencias de sus nietos. Una de las candidatas fue la infanta Doña María Josefa, hija de Carlos III, pintada por Goya, cuando ya era anciana, en el gran cuadro La familia de Carlos IV. «Por ser pequeña y algo contrahecha» no se la había podido colocar mediante un casamiento proporcionado. De las tres princesas seleccionadas como posibles candidatas al matrimonio con Luis XV, la infanta Maria Josefa parecía la más adecuada, por su carácter y porque, a sus diecinueve años, habría de parecerle el colmo de la felicidad el matrimonio con el rey setentón. La infanta, además, según su padre Carlos III, habría de apoyar las miras de la favorita de Luis XV, Madame Du Barry, en todo lo relativo al retiro o separación honrosa y útil de esta señora. Cesaron las negociaciones para el matrimonio por la muerte de Luis XV el diez de mayo de 1774.

Matrimonios entre infantes -tíos y sobrinas como el celebrado entre el infante Don Antonio Pascual hijo de Carlos III y su sobrina la infanta Doña Amalia nos parecían hoy improcedentes, por el parentesco tan cercano y por las diferencias de edad. Un casamiento como el de la infanta portuguesa Doña María Benedicta, hija de José I, con su sobrino Don José, príncipe de Beira, ella con treinta y un años y él con dieciséis, no se entendería hoy por ser tan distintas las formas de pensar y los comportamientos respecto a los de entonces.
Las monarquías de hoy, insertas en la sociedad a que pertenecen, tienen que adaptarse a las exigencias del presente. La unión de coronas es cosa del pasado. También lo son los matrimonios en los que impera la consanguinidad, al pretender que se celebren entre miembros de familias reales. Las capacidades femeninas para reinar ya no son monopolio de las familias reales. Al aumentar los niveles generales de la educación femenina, se origina una rica y variada floración de mujeres capaces de desempeñar las altas responsabilidades que implica el hecho de reinar. En España, se invoca la famosa pragmática de marzo de 1776, en la que se prohibía «a los hijos de familia los matrimonios con personas desiguales, no precediendo el consentimiento de los padres o de los que hiciesen sus veces». Los llamados matrimonios morganáticos no tienen, en España, otro fundamento que la costumbre. Hoy, la costumbre tiene que dejar paso a las exigencias del corazón y a las de la eficacia, fundadas en la capacidad de entrega y de servicio a los intereses generales. Dura carga, difícil de soportar si no se funda en el amor, en las afinidades culturales y en compartir el interés por entender al mundo en que vivimos.